Quijotes desde el balcón

sábado, 22 de junio de 2013

El silencio envenenado

...le hacía identificar aquello como su casa...
La ciudad era todo cuanto conocía. Tanto la conocía, que podía caminar por ella bajo la niebla o incluso con los ojos cerrados y podía evitar cada bache, cada obstáculo, y recorrer de punta a punta sus calles y avenidas. Era un tipo urbano. No se planteaba ni por un momento abandonar aquel universo de hormigón y asfalto. No podía ni imaginar otra realidad que no estuviera impregnada de aquel olor a humo de coche y ventilación de hamburguesería mezclados, que le hacía sentir protegido; que le hacía identificar aquello como su casa.

Los días pasaban muy deprisa en la ciudad, pero a Ralph le cumplían las horas como días y los días como meses, gracias a su alucinante adaptación al medio. Corría entre los coches para dar el alto al único taxi libre de toda la Quinta, sin perder el ojo a su ipad, y sin detener ni un segundo su conexión al mundo. Al llegar a su destino, saltaba como un chimpancé del taxi a la boca del metro para continuar su camino, evitando y sorteando a hombres, mujeres y niños, sin llegar siquiera a rozarse con ellos.

Un día Ralph escuchó una conversación en una cafetería, mientras mantenía una videoconferencia con sus colegas de la oficina de Kuala Lumpur. En ella dos hombres de mediana edad hablaban del campo, de la tranquilidad y de un lugar mejor para vivir que aquel nido de humanos en el que se había convertido Nueva York. Ralph, al principio, no prestaba demasiada atención pero poco a poco fue alejándose de Malasia para centrarse en la mesa de al lado y entonces empezó de verdad a escuchar palabras que eran nuevas para él. Montañas, ríos, valles, jardines, plantaciones, silencio… Al cerrar su ipad marchó del bar, y esta vez quiso hacerlo caminando.

Por el camino intentó localizar cada uno de aquellos para él nuevos conceptos, y apenas pudo localizar un par de árboles casi secos, machacados por la polución de la Calle Ocho, y algún pájaro despistado que se colaba entre los edificios, chocando contra ellos y pugnando por escapar de aquel corredor de cristal que le apresaba. Ralph decidió entonces experimentar y colocarse en el medio de aquel otro mundo que los hombres de la cafetería describían. Ni siquiera conocía Central Park. Al llegar a su edificio, bajó al garaje y arrancó su Chevrolet, abandonando la ciudad camino del campo. Ralph se sintió como un astronauta, o como uno de aquellos conquistadores españoles que se echaban a la mar en un cascarón a la búsqueda de nuevos mundos. En realidad, para él era un mundo nuevo todo lo que iba a encontrar.

Dos horas después de comenzar su viaje, se vio en el medio de una carretera interestatal, y en un descampado bajó del Chevrolet. Lo primero que percibió fue una extraña y clara luz, que casi le cegó. Al respirar notó que casi le dolía el pecho por la limpieza de aquel aire, que amenazaba con hacerle estallar los pulmones, y que mandaba a todos los rincones de su cuerpo una enorme oleada de oxígeno extrañamente puro. Sus pies comenzaron a pisar en blando, y la sensación que tuvo fue que la tierra se movía bajo ellos. Todo era extraño; tanto como andar, efectivamente, en otro planeta, sobre otra tierra, en otra atmósfera, al calor de otro sol.

Pero sin duda lo que más atormentaba a Ralph era el silencio. Los oídos le zumbaban, desacostumbrados a un vacío que su cerebro no fue capaz de procesar de ninguna manera. Cerró los ojos y se sentó, volvió a levantarse, se desnudó y volvió a vestirse. Anduvo rápido y gritó con fuerza, pero de ninguna forma era capaz de apartar de su alrededor esa extraña sensación de silencio que a punto estuvo de hacerle perder la razón en apenas quince minutos. Pudo soportar los olores, el aire puro, aquel terreno casi inestable, pero le vino muy largo el silencio casi dramático de aquel lugar, que no conocía y, lo que era aún más desesperante, no reconocía.

Volvió al coche y dio media vuelta, subiendo el volumen del equipo hasta casi niveles insoportables, y se encaminó hacia su mundo, sonriendo al ver un letrero que rezaba New York 100 ml. Encerró el Chevrolet en el garaje y una vez allí por fin nuevamente reconoció el olor del monóxido de carbono y la goma quemada. Apoyó la espalda en un pilar y aspiró profundamente, notando un alivio en el pecho que le devolvió la tranquilidad. Sus pies volvieron a tener cemento debajo, lo que agradeció su cabeza, que ya no sentía sensación de mareo.

Pero lo que más agradeció fue volver a sentir ruido en sus oídos al llegar al living de su apartamento. Cláxones, gritos, sirenas, aviones… su propio vecindario. Era el sonido de la ciudad, que de nuevo le hacía sentirse en casa, y que le hizo olvidar muy pronto aquel silencio envenenado que experimentó en su breve expedición. Ahora Ralph estaba en casa, cómodo y en paz. Recuperó su vida, su mundo, lo que siempre había sido. Se sintió bien. Nunca volvió al campo, ni volvió a hablar de él. Se movía feliz por la ciudad, y la ciudad después de todo le trataba bien. Eso creía, y eso sigue creyendo.

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