Relato ambientado en la llegada de la
Peste Negra a Italia en el siglo XIV.
Adaptación de la crónica de Agnolo di Tura.
Adaptación de la crónica de Agnolo di Tura.
...la peste desplegó sus alas harapientas... |
Como todos los
días, Agnolo di Tura amaneció con la mente puesta en sus negocios y con la
ilusión de despertar a sus cinco hijos. Cuando entró en la alcoba, la más
pequeña se quejó de cierto picor en la espalda, y unos minutos después también
lo hicieron el resto de sus hijos.
- Son solo picaduras de pulga -dijo tranquilizando a sus hijos-, tal vez las hayan traído las dos yeguas que
ayer compré y que han dormido en el patio. No os preocupéis, vuestra madre
quitará y lavará los jergones.
Nicoluccia ya se había adelantado y aplicaba
aceite en las picaduras para calmar la irritación.
A media mañana
las picaduras y el picor habían desaparecido, pero los cinco hermanos tenían
frío, o mejor dicho escalofríos, y comenzaron a sentir fiebre y malestar.
Nicoluccia intentó empapar unos paños de lino en agua tibia para aplacar la
calentura, pero un fuerte dolor de cabeza la obligó a sentarse en una silla.
Ya con cierta
preocupación, Agnolo decidió entonces ir en busca de Ugo Benzi, médico de la
villa y gran amigo. En el trayecto descubrió que algo raro estaba ocurriendo en
Rapallo. Muchos vecinos abandonaban la ciudad con precarios e improvisados
hatos y con mucho miedo en el rostro. Agnolo reconoció a uno de ellos:
- Piero! Piero! ¿Qué está pasando?!
¿Porqué se va la gente?
- Aléjate! ¡No te acerques ni me hables!
Esta ciudad ha quedado maldita por nuestros pecados, por aceptar a los judíos,
por comerciar con herejes, por la fornicación. Mejor será que huyas si no estás
contagiado.
Las palabras
de Piero sobresaltaron a Agnolo.
- ¿Contagiado?
- ¡Peste! Es la peste Angolo. Mi mujer y
mi criado ya tienen la muerte dibujada en el rostro y me voy antes de que me
alcance. Todos los sanos nos vamos.
Poco a poco
las humildes casas de Rapallo fueron quedando vacías. También las más
acomodadas. La peste, como emisaria de la muerte, golpeaba puerta a puerta sin
dejar ninguna atrás, sin distinguir los ricos de los pobres ni los pecadores de
los justos.
Cuando llegó a
la casa de Ugo se la encontró cerrada y con la habitual señal que dejaba el
médico cuando atendía consultas a domicilio. No estaba, pero daba igual. Agnolo
sabía que la medicina iba a ser una víctima más de la peste y que su amigo poco
o nada podía hacer por salvar a su familia, si es que no había abandonado también
la ciudad.
Decidió volver
a casa y resistir con sus propios medios.
- No puede
ser… no puede ser… -renegaba- a mí no Señor.
La plaza
principal de Rapallo ya se había quedado desierta. Ni rastro del mercado que
diariamente hacía bullir aquel pulmón con tratantes, vendedores, juglares y
algún que otro ladrón. Ni rastro de los vecinos, de la guardia, de los clérigos
que solían atender a los enfermos. El ambiente estaba tan petrificado que
Angolo le pareció estar dentro de uno de esos cuadros de paisajistas flamencos
que pintaban el alma de las ciudades.
En su marcha
hacia su hogar vio que algunos vecinos habían prendido fuego a sus hogares con
todas sus riquezas dentro. No había tiempo para salvar nada.
Los sanos
habían huido y su lugar en las calles lo habían ocupado los infectados en busca
de auxilio, muchos ya con los síntomas tan avanzados que comenzaban a tener
convulsiones y a notar los ganglios inflamados o bulbos en axilas, cuello e
ingle.
De esta forma
la vida fue dando paso a la muerte en Rapallo, a la muerte en vida.
Intentando
buscar explicaciones, Angolo se acordó del cuarto sello del Apocalipsis, de la
Muerte cabalgando a caballo seguida por Hades.
- Tal vez en este mismo momento Satanás está
siendo liberado, tal vez Piero tenía razón y la ciudad está recibiendo el mismo
castigo que Dios infligió a Babilonia por sus pecados enviando su plaga en un
solo día -pensó Agnolo.
Estos
pensamientos lo acompañaron hasta que encontró a su familia entre gritos de
desesperación y de dolor. Andrea, la pequeña, ya tenía evidentes signos de
deshidratación debido a la fuerte fiebre y comenzaba a delirar, mientras
Nicoluccia había caído inconsciente y sus otros cuatro hijos deambulaban por la
casa sin saber qué hacer, conscientes de la maldición que incubaban.
- Padre, ¡hulla! -le dijo Giácomo- Usted no está infectado y todavía puede salvarse.
- No me iré de aquí hasta veros sanos -respondió Angolo con firmeza.
- Eso no va a pasar. Estamos condenados a
muerte. Si se queda con nosotros también caerá.
- No me importa. Sois mi familia y
acepto el destino que Dios me guarde. No me iré sin vosotros.
Pasó la noche
asistiéndolos, dando continuos portes de agua desde el pozo del patio con la
que lavaba los bulbos supurantes y enfriaba la fiebre. Nicoluccia seguía sin
responder y Andrea también había caído en un profundo sueño del que ya nunca
despertaría. Todos se encontraban acostados en sus jergones menos Agnolo, que
en pie estaba asistiendo a la ejecución de su propia familia.
A la mañana
siguiente Agnolo certificó la muerte de Nicoluccia y Andrea. El resto de sus
hijos permanecían muy débiles, apagándose poco a poco, con fuertes dolores de
cabeza, vómitos y diarreas que en realidad era lo que les estaban consumiendo
por dentro. El olor en la habitación era tan putrefacto que Angolo abrió la
ventana a pesar del fuerte frío que hacía en el exterior, y desde ella obtuvo
una visión que lo dejó petrificado. La calle estaba desierta y los laterales se
encontraban sembrados de ataúdes de madera blanca vacíos, mientras un extraño
humo con olor a carne quemada lo impregnaba todo, tan repugnante que no
mejoraba el del interior de la habitación.
Bajó los
cuerpos de Nicoluccia y Andrea y los depositó en sendos ataúdes, que amarró con
cuerdas a las dos yeguas que le ayudarían a transportarlos al cementerio
situado a una legua de la ciudad. En el camino se encontró con más vecinos que
como él habían decidido quedarse en la ciudad para auxiliar a los suyos y que
también habían sido condenados a verlos morir.
-Esta maldición acabará con Rapallo y
con todos nosotros. Más nos vale morir como ellos -le dijo un joven herrero que trasladaba
el cuerpo de su padre.
Angolo guardó
silencio. A pesar de sus afianzadas creencias religiosas siempre había evitado
creer en maldiciones y en supersticiones.
- Dicen que los judíos han envenenado los
pozos de agua -continuó- aunque también he escuchado que un hombre
con capa negra que pasea por las noches es el que ha traído la enfermedad.
-Yo solo espero enterrar en paz a los
míos -sentenció Angolo,
que espoleó a las yeguas para adelantarlo y así dejar de oír majaderías.
En el
cementerio las fosas estaban repletas de cadáveres cubiertos con cal y varias
piras humanas ardían con los cuerpos de los que no encontraron aposento en las
fosas. Tan solo tres monjes franciscanos recibían los cadáveres, los
amontonaban y les prendían fuego sin otorgarles ningún tipo de bendición ni de
oficio. Agnolo entendió que en ese infierno era inútil luchar por una sepultura
digna, así que dejó los cuerpos en el suelo junto a otros cadáveres y volvió a
casa esperando encontrar al resto de sus hijos muertos y varios ataúdes más en
la puerta. Y así fue.
Por la noche
su esposa y cinco hijos ya eran ceniza. Sentado frente al fuego de la chimenea,
estuvo meditando sobre la peste y la tragedia de su familia, buscando una
explicación a la plaga y al hecho de que él se hubiese mantenido con vida
siendo el más anciano. La peste se los había llevado a todos menos a él.
- ¿Qué sentido tiene mi vida ahora? -se cuestionaba mientras imploraba a
Dios alguna forma de volverlos a ver.
La luz del
fuego iluminaba su rostro serio y cansado, sus ojos brillaban intensamente
debido a los recuerdos que se empeñaban en hacerle lagrimear los ojos. Afuera
la noche estaba completamente oscura, un viento pasaba silbando por encima de
los techos de las casas y subía hasta la montaña, aullando entre los árboles.
Lamentaba una y otra vez no estar muerto como su mujer y sus hijos, y entonces
se acordó del hombre con capa negra que le había mencionado el herrero camino
del cementerio.
- Un hombre con capa negra que recorre
las calles de noche y que lleva la enfermedad a las casas… ojalá existiera -pensó en silencio.
Extenuado y
roto de dolor, Agnolo se quedó dormido frente al fuego.
Pasadas unas
horas, de pronto un golpe le despertó. El fuego se había consumido y la
habitación se encontraba completamente a oscuras. A tientas intentó encontrar
una vela que le permitiera ver qué era esa presencia que notaba junto a él, tan
cercana que sentía un aliento repugnante respirando muy cerca de su cara.
- ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
La presencia
no respondió y siguió acosándolo sin llegar a tocarlo.
En un gesto
instintivo, Agnolo se giró e intentó zafarse de aquella cosa que lo perseguía,
rozando con los dedos una tela tan suave que no le pareció de este mundo y lo
que parecía ser un hueso. Entendió que lo que le perseguía era un esqueleto
envuelto en una capa y sintió tanto terror que cayó desmayado al suelo.
A la mañana
siguiente se despertó aterido de frío y empapado en sudor. Aturdido, Agnolo
intentó recordar lo que había vivido. ¿Había sido un sueño o una realidad?
Sin poder
levantarse, un fuerte picor en la espalda le hizo caer en la verdad.
- Son picaduras de pulga -reconoció.
Agnolo sonrió.
- Pronto estaré con vosotros.
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