PERENNES
(ruyelcid)
Eran
tantas las historias que le habían contado sobre esa casa. Sobre sus
suelos; sus murmullos y sus silencios, sus entrañas, las
habitaciones sin abrir, las demasiado abiertas, sus muros, su sangre,
su auge y su declive.
De
entre todas, me quedo con la historia de Enrique “el jardinero”.
Aquel
joven aprendiz de jardinero que llegó al número 15 de la carretera
de San Ana, ilusionado con aquel moldeable proyecto que le habían
ofrecido. Con aquella carta, casi anónima, en la mano que le llegó
hace semanas, en respuesta al anuncio que unas semanas antes había
leído en el diario granadino “El Defensor Del Pueblo”.
Respiró
hondo ante la puerta tres o cuatro veces, diciéndose a sí mismo:
“¡Vamos Enrique! Esto es lo que has estado buscando estos años
atrás, aprovéchalo!” Y dio dos golpes secos al aldabón de la
puerta principal.
-¡Pase,
el señor le está esperando en su despacho!-. Le dijo el mayordomo
tras las oportunas presentaciones-.-¿Es usted Enrique? ¿Va a ser usted mi jardinero -Le gritó un robusto y bigotudo hombre al fondo del pasillo. Enrique lo miraba deslumbrado, del gran ventanal que iluminaba con fuerza aquella gran mesa de nogal que Sebastián Artabe, hombre de leyes llegado hace años a la región, y consolidado como un peso pesado entre los juzgados de la zona, se había hecho traer desde su añorada Galicia.
-Vayamos al grano-. Le dijo sin más presentaciones, el que podría ser su próximo jefe. - ¿Vé usted aquel paso frontal de viandantes, viajeros fronterizos, y lugareños sin prisas? - ¡Por supuesto! contestó Enrique, intentando parecer lo más espabilado y maduro posible ante el respeto que imponía aquel hombre de porte firme y voz de enciclopedia. - Pues quiero, que cuando pasen por el vallado de mi casa, queden asombrados admirando mi jardín, sus árboles, su belleza, su armonía, sus cuidados. ¡Que mi jardín sea conocido en la región, lustrando aún más mi apellido y a mi profesión allá por donde voy!.
-¡Empieza mañana temprano. Tienes bastante labor por hacer y no quiero largos plazos. Quiero resultados!-. Concluyó el Sr. Artabe, sentándose de espaldas a Enrique y mirando fijamente a través de aquella inmensa cristalera de la que se divisaba gran parte de la región.
Casi
sin acabar aún su nuevo jefe de hablar cuando el mayordomo que lo
recibió en la entrada le había puesto ya la mano en el hombro a
Enrique, lo llevó una especie de mini recepción que tenía al
inicio del hall. Le pidió que firmara su contrato y la copia (era
hombre de leyes quien lo había contratado, observó Enrique al leer
aquel documento y la verlo todo tan perfectamente atado). Y,
Francisco, el mayordomo le dijo: - Redacte usted esta misma tarde un
informe de los materiales que necesita y mañana temprano irá usted
conmigo a Alcalá a hacer las compras y trámites oportunos. Del
presupuesto no se preocupe, el señor es muy exigente con lo que la
gente ve al pasar por su puerta. Tiene usted una gran responsabilidad
y oportunidad aquí, no la desperdicie.
-Soy
consciente de ello-. Contestó Enrique intentando parecer lo más
maduro y seguro posible, aunque por dentro ya le tenían los nervios
la sangre helada.
Eran
las siete y media de la mañana y Enrique llevaba ya unos minutos
esperando al mayordomo en la entrada.
Enrique
no había llegado hasta allí con la cabeza vacía. ya tenía sus
estudios de la zona hechos; su clima, su vegetación, su
estacionalidad, sus lluvias. La semana inmediata a la contestación
del anuncio la pasó buscando información de aquella zona.
Cuando
Francisco, recién subido al carro de caballos que los llevaría a
Alcalá leyó las peticiones de Enrique, lo miró y le dijo agitando
la cabeza en señal de negación:
-¡Esto
es imposible, está usted firmando de antemano su despido y una
mancha que le precederá en sus futuros pasos en la profesión!-. (Este también se ve que tenía algunos libros leídos, pues hablaba
mucho mejor que el resto de los mayordomos que Enrique conocía).
-¡Hagámoslo,
le prometo que el resultado será comentado durante décadas
venideras!-. Le contestó Enrique, subiendo hasta arriba los cuellos
de aquella fina chaqueta que había cogido, pues a finales de agosto
ya refrescan demasiado los amaneceres de la zona.
La
primera parte del proyecto, si tenía algo de lógica para el
mayordomo. Rosales con colores entrecruzados formarían una especie
de arqueo finalizando su techo sobre la valla, dejando en su interior
un agradable paseo para los habitantes de la casa alrededor de todo
el vallado principal. El problema, la locura, según le dijo el
mayordomo, era el final de aquel paseo; que terminaría en una
especie de glorieta; con un banco redondo en ella, y arropada por dos
zumaques que entrecruzan sus ramas. - ¡Está usted loco! - insistió
el mayordomo.
Pasaron
dos años y Enrique ya tenía aquel pequeño paseo por la casona del
señor Artabe casi acabado. Los rosales arqueaban sobre losas de
mármol rojo alrededor del muro y vallado principal de la casa.
Después del café, todos los invitados del Sr. Artabe paseaban
gustosos por ese recorrido, mientras debatían sobre sus negocios o
las idas y venidas políticas que aquel cambio de siglo estaba
trayendo. Y, finalizando aquellos agradables metros bajo el frescor y
olor de los rosales multicolor, se alzaba la glorieta con el escudo
de la familia labrado en metal sobre su pórtico de entrada, y en
alto el banco circular. - Falta el toque final. algo que asombrará y
fascinará a todos sus invitados y gentes del lugar para siempre - le
insistia Enrique al Señor Artabe, mientras veía como Francisco, el
mayordomo, agitaba la cabeza detrás de éste, tratando de loco al
pionero jardinero.
Una
mañana, a finales del verano del 35, dos grandes carruajes
atravesaron toda Alcalá, ante el asombro de los que habían
madrugado. Portaban, cada uno, un zumaque, en el tablón que habían
colocado detrás a modo de remolque. Zumaques ya con unos 12 o 13
años de antigüedad con su raíces bien forjadas. La glorieta que
finalizaba el jardín del número 15 de la carretera de Santa
Ana, tenía los hoyos cavados desde hace tiempo esperando aquellas
maravillas de árboles propios del lugar. Tanto el mayordomo, como el
que le vendió los zumaques ya le habían reprochado la locura de
plantarlos en aquella zona. Sacándolos de su zumacal, junto a los
tajos de las afueras de Alcalá (dirección a Charilla) aquellos
zumaques no vivirían.
Aquella
misma tarde, Enrique, prometió a su jefe, el Señor Sebastián
Artabe, que mientras él viviera, aquellos zumaque lucirían
espléndidos, para admiración y deleite de todos, y lo que los
diferenciaría y los convertiría en extraordinarios, sería que
conservarán sus colores de inicios de otoño, aquellos por lo que
destacan y maravillan a las gentes del lugar, pero durante todo el
año. - ¡Loco, loco. Ya me lo advirtió mi mayordomo, usted está
loco! Es una lástima que esta maravilla de jardín, y su formidable
paseo que ha organizado en torno a él, se vean quebrados por este
remate final abocado al fracaso. Pero bueno, usted verá, ya iré
buscando nuevos jardineros para que rematen esta glorieta con algo de
lógica. - ¡Aguarde señor! - le contestó rápidamente enrique con
una tranquilidad inusual en él. - ¡Aguarde!.
La
misma noche de antes de que los zumaques fueran a ser plantados en
sus hoyos junto a la glorieta. Enrique, asegurándose de que todos
dormían ya, se hizo un corte en la palma de su mano izquierda, y
dejó caer unas gotas sobre las raíces de ambos zumaques. Y sin más
volvió a su modesta habitación en la casita adjunta a la gran casa.
El
proceso fue rápido, dos caballos percherones tiraron del tronco de
los árboles que habían dejado recostados sobre la valla de la
glorieta, y rápidamente, trabajadores de las tierras del Sr. Artabe
cubrieron las raíces y aquellos profundos hoyos con tierra y
estiércol traído de la zona propia de los zumacales. Efectivamente,
las hojas de aquellos dos árboles no tardaron en ir cogiendo las
tonalidades rojizas, anaranjadas y marrones propias del otoño.
Aquellos tonos que los caracterizan y que eran queridos y exportados
a Barcelona y otros lugares como maravillosos tintes en diferentes
tejidos.
-¡Y
brillará su color para siempre!-. Exclamó Enrique asegurándose
de que lo oyeran el señor de la casa y Francisco, el mayordomo, que
contemplaba sin inmutarse la colocación de aquellos dos árboles.
Ese
otoño, aquel jardín era el tema de conversación entre las damas
del lugar, los señores de otras casas, y entre los jardineros de los
alrededores. Pero, la verdaderamente increíble, digno de estudio y
cientos de críticas repletas de envidia, fue que aquellos dos
árboles no perdieron su belleza en ningún momento; nevó, fue un
frío y duro invierno, llovió con fuerza cuando tenía que llover, y
los dos zumacales de la glorieta del jardín, permanecieron como si
de mediados de octubre se tratara durante todo el año. Aún se
maravilla la gente con algunas pinturas que hay del jardín nevado y
sus dos bellezas botánicas vigilando la esquina derecha del jardín.
Pero
no todo son flores en esta vida. El verano del 36 también se le
atragantó a la familia Artabe casi por sorpresa.
Sebastián
Artabe, hombre de leyes y con influyentes amistades, no tuvo casi
inconveniente alguno en llegar hasta Marsella, donde le esperaban
unos viejos familiares de su señora, en un gran caserón, en una de
las zonas más privilegiadas de la costa azul. Allí su guerra sería
mucho más suave, hasta que las balanzas se inclinaron
definitivamente de algún lado.
Pero
los trabajadores de la gran casona rural de los Artabe, no correrían
igual suerte, y los que decidieron quedarse, restando importancia a
la contienda, no tardaron en pagar su consecuencias. Nadie olvidará
aquella imagen dantesca, llena de horror y sinsentidos de joven
jardinero tan innovador que vino de Granada dispuesto a replantar el
mundo, colgando del arco de ladrillos que había bajo la cocina
principal, haciendo de techo a la bodega del patrón. Allí estuvo
Enrique durante semanas, nadie se atrevió a tocarlo, hasta que las
alimañas de la zona lo destrozaron para saciarse.
Pasó
el 39, y ya en plena posguerra, nadie volvió a pisar aquella casona,
ni trabajadores, ni el señor Artabe, ni nadie de su familia reclamó
aquella maravilla.
Los
rosales cayeron, las baldosas de mármol del paseo que finalizaba en
la glorieta del jardín fueron reventadas por algunos obuses fuera de
lugar o saqueadas por las gentes del lugar. Pero jamás nadie osó
acercarse al capricho de Enrique el jardinero, al punto cumbre de su
obra de jardinería.
Cuentan
los lugareños que el jardinero fue fiel a su promesa para con el
patrón. Y mientras él viviera aquellos zumaques lucirían
resplandecientes para deleite de todos los transeúntes y visitantes
del lugar. Y cuentan que en las noches de frío, se distingue
claramente la silueta de Enrique, en su casita del jardín, mirando
hacía los zumaques a través de la ventana que pega a la chimenea.
Así Enrique y los zumaques fueron PERENNES para siempre.
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