Quijotes desde el balcón

miércoles, 26 de octubre de 2016

Recopilación "Especial Día de Difuntos 2015". PERENNES


 PERENNES 
(ruyelcid)
Eran tantas las historias que le habían contado sobre esa casa. Sobre sus suelos; sus murmullos y sus silencios, sus entrañas, las habitaciones sin abrir, las demasiado abiertas, sus muros, su sangre, su auge y su declive.

De entre todas, me quedo con la historia de Enrique “el jardinero”.
Aquel joven aprendiz de jardinero que llegó al número 15 de la carretera de San Ana, ilusionado con aquel moldeable proyecto que le habían ofrecido. Con aquella carta, casi anónima, en la mano que le llegó hace semanas, en respuesta al anuncio que unas semanas antes había leído en el diario granadino “El Defensor Del Pueblo”.



Respiró hondo ante la puerta tres o cuatro veces, diciéndose a sí mismo: “¡Vamos Enrique! Esto es lo que has estado buscando estos años atrás, aprovéchalo!” Y dio dos golpes secos al aldabón de la puerta principal.
-¡Pase, el señor le está esperando en su despacho!-. Le dijo el mayordomo tras las oportunas presentaciones-.
-¿Es usted Enrique? ¿Va a ser usted mi jardinero -Le gritó un robusto y bigotudo hombre al fondo del pasillo. Enrique lo miraba deslumbrado, del gran ventanal que iluminaba con fuerza aquella gran mesa de nogal que Sebastián Artabe, hombre de leyes llegado hace años a la región, y consolidado como un peso pesado entre los juzgados de la zona, se había hecho traer desde su añorada Galicia.
-Vayamos al grano-. Le dijo sin más presentaciones, el que podría ser su próximo jefe. - ¿Vé usted aquel paso frontal de viandantes, viajeros fronterizos, y lugareños sin prisas? - ¡Por supuesto! contestó Enrique, intentando parecer lo más espabilado y maduro posible ante el respeto que imponía aquel hombre de porte firme y voz de enciclopedia. - Pues quiero, que cuando pasen por el vallado de mi casa, queden asombrados admirando mi jardín, sus árboles, su belleza, su armonía, sus cuidados. ¡Que mi jardín sea conocido en la región, lustrando aún más mi apellido y a mi profesión allá por donde voy!.
-¡Empieza mañana temprano. Tienes bastante labor por hacer y no quiero largos plazos. Quiero resultados!-. Concluyó el Sr. Artabe, sentándose de espaldas a Enrique y mirando fijamente a través de aquella inmensa cristalera de la que se divisaba gran parte de la región.
Casi sin acabar aún su nuevo jefe de hablar cuando el mayordomo que lo recibió en la entrada le había puesto ya la mano en el hombro a Enrique, lo llevó una especie de mini recepción que tenía al inicio del hall. Le pidió que firmara su contrato y la copia (era hombre de leyes quien lo había contratado, observó Enrique al leer aquel documento y la verlo todo tan perfectamente atado). Y, Francisco, el mayordomo le dijo: - Redacte usted esta misma tarde un informe de los materiales que necesita y mañana temprano irá usted conmigo a Alcalá a hacer las compras y trámites oportunos. Del presupuesto no se preocupe, el señor es muy exigente con lo que la gente ve al pasar por su puerta. Tiene usted una gran responsabilidad y oportunidad aquí, no la desperdicie.

-Soy consciente de ello-. Contestó Enrique intentando parecer lo más maduro y seguro posible, aunque por dentro ya le tenían los nervios la sangre helada.


Eran las siete y media de la mañana y Enrique llevaba ya unos minutos esperando al mayordomo en la entrada.
Enrique no había llegado hasta allí con la cabeza vacía. ya tenía sus estudios de la zona hechos; su clima, su vegetación, su estacionalidad, sus lluvias. La semana inmediata a la contestación del anuncio la pasó buscando información de aquella zona.
Cuando Francisco, recién subido al carro de caballos que los llevaría a Alcalá leyó las peticiones de Enrique, lo miró y le dijo agitando la cabeza en señal de negación:
-¡Esto es imposible, está usted firmando de antemano su despido y una mancha que le precederá en sus futuros pasos en la profesión!-. (Este también se ve que tenía algunos libros leídos, pues hablaba mucho mejor que el resto de los mayordomos que Enrique conocía).
-¡Hagámoslo, le prometo que el resultado será comentado durante décadas venideras!-. Le contestó Enrique, subiendo hasta arriba los cuellos de aquella fina chaqueta que había cogido, pues a finales de agosto ya refrescan demasiado los amaneceres de la zona.
La primera parte del proyecto, si tenía algo de lógica para el mayordomo. Rosales con colores entrecruzados formarían una especie de arqueo finalizando su techo sobre la valla, dejando en su interior un agradable paseo para los habitantes de la casa alrededor de todo el vallado principal. El problema, la locura, según le dijo el mayordomo, era el final de aquel paseo; que terminaría en una especie de glorieta; con un banco redondo en ella, y arropada por dos zumaques que entrecruzan sus ramas. - ¡Está usted loco! - insistió el mayordomo.





Pasaron dos años y Enrique ya tenía aquel pequeño paseo por la casona del señor Artabe casi acabado. Los rosales arqueaban sobre losas de mármol rojo alrededor del muro y vallado principal de la casa. Después del café, todos los invitados del Sr. Artabe paseaban gustosos por ese recorrido, mientras debatían sobre sus negocios o las idas y venidas políticas que aquel cambio de siglo estaba trayendo. Y, finalizando aquellos agradables metros bajo el frescor y olor de los rosales multicolor, se alzaba la glorieta con el escudo de la familia labrado en metal sobre su pórtico de entrada, y en alto el banco circular. - Falta el toque final. algo que asombrará y fascinará a todos sus invitados y gentes del lugar para siempre - le insistia Enrique al Señor Artabe, mientras veía como Francisco, el mayordomo, agitaba la cabeza detrás de éste, tratando de loco al pionero jardinero.



Una mañana, a finales del verano del 35, dos grandes carruajes atravesaron toda Alcalá, ante el asombro de los que habían madrugado. Portaban, cada uno, un zumaque, en el tablón que habían colocado detrás a modo de remolque. Zumaques ya con unos 12 o 13 años de antigüedad con su raíces bien forjadas. La glorieta que finalizaba  el jardín del número 15 de la carretera de Santa Ana, tenía los hoyos cavados desde hace tiempo esperando aquellas maravillas de árboles propios del lugar. Tanto el mayordomo, como el que le vendió los zumaques ya le habían reprochado la locura de plantarlos en aquella zona. Sacándolos de su zumacal, junto a los tajos de las afueras de Alcalá (dirección a Charilla) aquellos zumaques no vivirían.
Aquella misma tarde, Enrique, prometió a su jefe, el Señor Sebastián Artabe, que mientras él viviera, aquellos zumaque lucirían espléndidos, para admiración y deleite de todos, y lo que los diferenciaría y los convertiría en extraordinarios, sería que conservarán sus colores de inicios de otoño, aquellos por lo que destacan y maravillan a las gentes del lugar, pero durante todo el año. - ¡Loco, loco. Ya me lo advirtió mi mayordomo, usted está loco! Es una lástima que esta maravilla de jardín, y su formidable paseo que ha organizado en torno a él, se vean quebrados por este remate final abocado al fracaso. Pero bueno, usted verá, ya iré buscando nuevos jardineros para que rematen esta glorieta con algo de lógica. - ¡Aguarde señor! - le contestó rápidamente enrique con una tranquilidad inusual en él. - ¡Aguarde!.
La misma noche de antes de que los zumaques fueran a ser plantados en sus hoyos junto a la glorieta. Enrique, asegurándose de que todos dormían ya, se hizo un corte en la palma de su mano izquierda, y dejó caer unas gotas sobre las raíces de ambos zumaques. Y sin más volvió a su modesta habitación en la casita adjunta a la gran casa.
El proceso fue rápido, dos caballos percherones tiraron del tronco de los árboles que habían dejado recostados sobre la valla de la glorieta, y rápidamente, trabajadores de las tierras del Sr. Artabe cubrieron las raíces y aquellos profundos hoyos con tierra y estiércol traído de la zona propia de los zumacales. Efectivamente, las hojas de aquellos dos árboles no tardaron en ir cogiendo las tonalidades rojizas, anaranjadas y marrones propias del otoño. Aquellos tonos que los caracterizan y que eran queridos y exportados a Barcelona y otros lugares como maravillosos tintes en diferentes tejidos.
-¡Y brillará su color para siempre!-. Exclamó Enrique asegurándose de que lo oyeran el señor de la casa y Francisco, el mayordomo, que contemplaba sin inmutarse la colocación de aquellos dos árboles.



Ese otoño, aquel jardín era el tema de conversación entre las damas del lugar, los señores de otras casas, y entre los jardineros de los alrededores. Pero, la verdaderamente increíble, digno de estudio y cientos de críticas repletas de envidia, fue que aquellos dos árboles no perdieron su belleza en ningún momento; nevó, fue un frío y duro invierno, llovió con fuerza cuando tenía que llover, y los dos zumacales de la glorieta del jardín, permanecieron como si de mediados de octubre se tratara durante todo el año. Aún se maravilla la gente con algunas pinturas que hay del jardín nevado y sus dos bellezas botánicas vigilando la esquina derecha del jardín.



Pero no todo son flores en esta vida. El verano del 36 también se le atragantó a la familia Artabe casi por sorpresa.
Sebastián Artabe, hombre de leyes y con influyentes amistades, no tuvo casi inconveniente alguno en llegar hasta Marsella, donde le esperaban unos viejos familiares de su señora, en un gran caserón, en una de las zonas más privilegiadas de la costa azul. Allí su guerra sería mucho más suave, hasta que las balanzas se inclinaron definitivamente de algún lado.



Pero los trabajadores de la gran casona rural de los Artabe, no correrían igual suerte, y los que decidieron quedarse, restando importancia a la contienda, no tardaron en pagar su consecuencias. Nadie olvidará aquella imagen dantesca, llena de horror y sinsentidos de joven jardinero tan innovador que vino de Granada dispuesto a replantar el mundo, colgando del arco de ladrillos que había bajo la cocina principal, haciendo de techo a la bodega del patrón. Allí estuvo Enrique durante semanas, nadie se atrevió a tocarlo, hasta que las alimañas de la zona lo destrozaron para saciarse.



Pasó el 39, y ya en plena posguerra, nadie volvió a pisar aquella casona, ni trabajadores, ni el señor Artabe, ni nadie de su familia reclamó aquella maravilla.
Los rosales cayeron, las baldosas de mármol del paseo que finalizaba en la glorieta del jardín fueron reventadas por algunos obuses fuera de lugar o saqueadas por las gentes del lugar. Pero jamás nadie osó acercarse al capricho de Enrique el jardinero, al punto cumbre de su obra de jardinería.



Cuentan los lugareños que el jardinero fue fiel a su promesa para con el patrón. Y mientras él viviera aquellos zumaques lucirían resplandecientes para deleite de todos los transeúntes y visitantes del lugar. Y cuentan que en las noches de frío, se distingue claramente la silueta de Enrique, en su casita del jardín, mirando hacía los zumaques a través de la ventana que pega a la chimenea. Así Enrique y los zumaques fueron PERENNES para siempre.



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