Quijotes desde el balcón

jueves, 3 de noviembre de 2016

El Cáliz de Sangre (por Sandra Quero)



Miró a su alrededor temblando entre el tumulto, apretando contra su cuerpo desnudo un trozo curtido de cuero.
Rostros demacrados y huesudos la contemplaban sin piedad, ella sabía la verdad, y en una época en la que la mentira era ley el saber exhalaba peligro. En ese momento el cortisol vibraba por su cuerpo manteniéndola en alerta, como un lince acechado buscaba cualquier posibilidad de escapar; todo se abría a su alrededor, era capaz de percibir las hormonas de la multitud resbalándose en el ambiente cual viscosas células de destrucción.
EL Santo Oficio de la Inquisición debía intervenir, el inquisidor de la aldea la agarró por la nuca y comenzó a exponer su acusación:
-          Esta mujer  es una hereje, está endemoniada y se atreve a lanzar sus maldiciones y conjuros sobre la Santísima Madre Iglesia! Llevadla a los calabozos, mañana el Consejo de la Suprema la condenará. Podremos celebrar el día de los difuntos en Paz.
Dos hombres que le parecieron enormes la agarraron bajo las axilas y la sacaron en vilo de la plaza dónde había sido humillada para llevarla a una celda húmeda en el ayuntamiento; por el camino la gente le lanzaba insultos mezclados con piedras y saliva, restos de col podrida e inmundicias varias. Ella las transformaba en regalos, podía elevar la energía de la basura para que floreciera como la misma luz, levantó la mirada y clavó sus ojos  en el público, sintió entonces que estaban podridos de miedo y que ella no tenía miedo, se sentía viva. Antes de cerrar la pesada puerta de madera uno de los hombres la agarró por el cuello e intentó besarla pero ella le golpeó la nariz con la frente haciéndolo sangrar:
-          Vas a pagar por esto bruja!
El otro hombre la empujó al suelo y agarró al sangrante para salir de la estancia:
-          Ven fuera, vamos a darle un buen escarnio a esta cerda, vayamos a por mis herramientas…
Cuando la puerta se cerró se dio cuenta de que estaba sobre un charco maloliente, le dolía el cuerpo herido y entumecido. Se levantó como pudo y se acercó a un viejo catre para cubrirse con una tela y secarse, estaba helada, se restregó tierra del suelo por las piernas, con la esperanza de limpiarse un poco. Escuchó unos pasos que se acercaban y se estremeció pensando que esas dos bestias venían a por ella, pero cuando la puerta se abrió apareció tras ella una mujer muy vieja.
Se abalanzó sobre ella y le cubrió la boca con sus manos finas de largos dedos:
-          Mujer, calla y ven conmigo si quieres mantener el pellejo.
Como no tenía nada que perder, presa de la incredulidad se agarró a la anciana y juntas salieron de la celda y bajaron por unas escaleras que conducían a las salidas subterráneas; desde el incendio del pasado siglo habían habilitado una salida de emergencia.
En la calle un carro tirado por mulos aguardaba, la vieja indicó a la mujer que subiera y se metiera en una especie de tinaja de barro grande que cubrió con un lienzo.
Pasaron horas, parecían días, en aquella nueva celda, sin saber a dónde la llevaban, relegada a la suerte de una desconocida con dones de mando. Ella oraba, decretaba pidiendo la bendición de la Gran Madre, asustada aún, al fin pudo llevarse las manos al vientre pues en su cáliz amoroso un pequeño bebé crecía desde hacía casi 3 meses. Había ocultado su milagro por miedo a que la dañaran aún más, su amado también era perseguido por enseñar a leer a niñas y niños del campo…pero lo que ella había hecho era aún peor; había acusado a un sacerdote de abusar de niños y niñas. Lo vivió en su cuerpecito infantil, supo cómo sucedía a otros y ya no pudo callar, pero ahora estaba condenada a la hoguera.
Cuando estaba a punto de dormirse el carro se detuvo y la anciana descubrió su escondite, la noche era negra, la luna de la Diosa de la Muerte reinaba el 1 de noviembre haciendo honor a la festividad de los difuntos. Las dos mujeres se miraron a los ojos por primera vez en la penumbra y continuaron su camino hasta adentrarse en una cueva. 
Al fondo de una estrecha galería se percibía el resplandor del fuego contra las paredes de roca, cada vez estaban más cerca, ella aún con el alma en vilo, cuando llegaron al ensanche todas las terribles emociones que llevaba 2 días acumulando estallaron en un llanto de loba, en ese instante se lanzó a abrazar a su amado, que la esperaba allí con otras familias escondidas. La anciana que la ayudó a huir era madre de un inquisidor famoso y a veces, cuando la vieja presionaba mucho la dejaba salirse con la suya y ayudar a pobres almas condenadas al fuego del silencio.
Al lado de la hoguera había calabazas vacías con velas dentro, dulces de miel y hojas secas; así esa noche honraron a los difuntos y difuntas, agradeciendo por todo lo que habían hecho en sus vidas y sus ausencias, por velar desde el otro mundo, por mantener  encendida la llama de la vida desde la presencia de la muerte.

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