Anselmo disfrutaba cada viernes
soltando en el bar su misma homilía. En
ocasiones cambiaba el tema, unas veces era sobre el cine actual en general,
otras sobre el español en general, otras sobre la música, sobre la arquitectura
o incluso sobre el ritmo de los semáforos. En cualquier caso siempre compartía
el odio por todo con los que tenía alrededor.
Todo era malo, pésimo, nada digno
de él. No es que solamente se quejara, es que además exponía su razonamiento a
todo el mundo quisiera o no quisiera escucharlo.
Aquel viernes, en concreto, venía
de ver una película española en el cine. Salió raudo de la sala para coger
sitio en el bar de enfrente. Siempre solía sentarse justo en el centro, para
tener asegurada su audiencia. Una vez la gente se sentó comenzó su habitual
disertación:
-Vaya desperdicio de dineros. Si es que el
problema es mío, que parezco tonto. Me gasto los cuartos en una peli española
para ver lo de siempre: hablando de la guerra civil, un par de travestis, entre
una y tres tetas y poco más. Vamos, una vergüenza-
Aquel viernes fue diferente. En
lugar de quedarse todo el mundo callado o bien darle la espalda, alguien se le
acercó a hablar. Adela había estado en la misma sala viendo la película y no
tardó en contestarle:
-¿Y de la vocalización? ¿Qué me dices de la
vocalización? Parece que todos los actores hablan con una papa en la boca.
Bueno, llamarles actores es mucho decir, e insinuar que están hablando en lugar
de rebuznando casi más.-
Rápidamente se giró en el taburete
para encontrar a aquella replicante justo al lado. Ambos odiaban la vida y el
mundo por igual. Iban al mismo bar desde hacía meses y siempre se pedían lo
mismo: “ponme una croqueta de esas que parecen hechas de piedra pómez, y la
cerveza, por tus muertos, que esté al menos fresca, que bastante asquerosa sabe
ya para encima templarla”.
Eran todo odio, y eso los unió.
Aquella noche de viernes pasaron por varios PUB’s a tomar unas copas.
Evidentemente todas eran de garrafón, y cada antro tenía una música peor que la
anterior.
Compartieron su odio y criticaron
todo lo criticable. A la familia pesada que no paraba de meterse en sus vidas,
a la poca familia política que habían tenido (obviamente) y deberían de haber
besado el suelo por el que pisaban. Ambos odiaban a muerte la música moderna y
la rancia, la clásica y la contemporánea. Incluso compraban por internet porque
odiaban a cada dependiente o tendero con el que se habían encontrado.
Disfrutaron como nunca lo habían
hecho antes. Anselmo veía en ella algo extraño. Más que ver lo sentía. Sentía
como cuando de pequeño le metieron unas sardinas crudas en el bocadillo para
gastarle una broma: mitad asco mitad placer.
Tan contento y amargado a la vez
estaba con esas conversaciones que de repente se le escapó un –Adela, te quiero-
Adela lo miró de reojo y le dijo –Ya has tenido que cagarla. Estaba convencida
de haber encontrado a alguien con quien odiar el mundo, pero ya veo que eres
como todos, sólo buscar el amor-
Y dicho esto se fue calle abajo con
la esperanza cada vez más lejana de encontrar el odio verdadero que siempre
había anhelado.
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