Quijotes desde el balcón

domingo, 12 de febrero de 2017

Vicente el fiel

Ser fiel. Vicente ni se planteaba el concepto, porque sencillamente no había pasado por su cabeza el otro, el de la infidelidad. Como un personaje de dibujos animados, no tenía sensación, percepción ni conocimiento de la tercera dimensión. No podía percibir el volumen, que en física es el eje Z, y que trasladado a la situación sentimental es el adulterio. Vicente se podía definir como un ser fiel natural: un único barbero, el mismo coche desde hacía ya ni se sabe, un único bar para tomar café o el aperitivo, su equipo de fútbol de siempre y máxima efectiva respuesta al partido en los días de votación.

A Vicente no le gustaban los cambios, y si los efectuaba era el agotamiento o el deterioro, y no las modas o el aburrimiento lo que los provocaba. Tenía el mismo número de teléfono móvil desde que empezaban todavía por nueve, y no fue precisamente entusiasmo lo que demostró cuando les cambiaron el comienzo al seis. De esa época era además aquel infernal cacharro, al que le cargaba la batería una vez por semana y con el que poco más que hablar podía hacer. Vicente no era fácil de doblegar; era lo que viene a llamarse un tipo de costumbres fijas.

Una cofradía, un sastre, una marca de maquinilla de afeitar y un itinerario para ir y venir del trabajo. Y sí, el único en treinta años, en las oficinas de facturación de una estación ferroviaria secundaria, de esas de tren diario, único y fiel también. Casi todo lo que rodeaba a Vicente era único, singular, y por eso no es de extrañar que un hombre así solo hubiera tenido una relación amorosa en su vida.

Leonor se llamaba. Amigos desde el colegio, incipientes novietes en el instituto, formales cuando volvió de la mili y casados cuando consiguió ahorrar para la entrada del único piso que figuraba entre sus propiedades. Leonor consiguió, eso sí, que Vicente cometiera una única y excepcional infidelidad, la de abandonar la casa de sus padres, tema que quedó sobradamente zanjado cuando ellos murieron, pero no antes.

¿Que si Vicente puso sus ojos en otra mujer? La pregunta cabe, pero la respuesta se intuye. Jamás. Entre otras cosas por eso la carta del juzgado advirtiéndole que Leonor había decidido solicitar el divorcio y disolver su vínculo histórico sumió a Vicente en un pantano de dudas, en una especie de tierra de nadie en la que no es que no se encontrara cómodo, es que sencillamente no se encontraba. Era como un pez alejado de la bancada, volteado una y otra vez por una corriente irrefrenable, que no le permitía saber si estaba boca arriba, suspendido en el aire o conducido a una profundidad mayor. Vicente sabía que estas cosas pasaban; lo había visto antes, pero no cabía en su mentalidad que pudiera ocurrirle a él.

Hizo otra marca en el calendario esa mañana. Ya eran dos años, cinco meses y, con aquel, diecinueve días. Vicente señalaba cada día desde aquel cuatro de febrero en el que Leonor decidió escapar de tanta fidelidad y salir corriendo. Se le aburrió, se le agotó aunque tarde, como la implacable batería de su Nokia, y Vicente, lejos de tomar la calle de en medio, muy al contrario de lo que cabía esperar, modificó mínimamente sus hábitos domésticos, aprendió o, más bien, reeditó secretos culinarios aprendidos, y decidió seguir siendo fiel a Leonor. Esperándola.

Aunque muy poco cabía esperar ya. El amor también se gasta, debió pensar Vicente y demostró un último acto de honor, de lealtad a los deseos de su mujer, firmando el manojo de papeles y depositándolos en el juzgado al día siguiente. También se gasta, el amor, como repetía una y otra vez su mente, recordándole aquella canción de Rocío Jurado. Solo el cambio por agotamiento era aceptable en el universo de Vicente, y aquel estaba justificado. Se terminó, sin más, porque había tenido un uso prolongado, como la ropa, como la pastilla de jabón o como el plato que, sin quererlo, se hace añicos en el suelo mientras se lava.

Y como una colonia de hormigas a la que un niño travieso le destroza con un petardo el hormiguero en el patio de su casa, Vicente recompuso su vida, reafirmando en ella un compromiso, que no era más que una vieja  fidelidad; a él mismo, a su cofradía, a su marca de maquinillas, a su viejo Nokia y a su destartalado Opel Manta. Su casa, su bar de diario y su trabajo en la facturación en aquella estación de un único tren. La vida puede seguir sin amor, pero el desamor no tiene que ser el fin de la vida, a la que se puede seguir siendo fiel por siempre.

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