Las sombras no se distinguen hasta que no las tienes encima |
Las gotas de sudor bajaban por la espalda de Mia mientras conseguía llegar a la cima de la duna. Después de las decenas que llevaba a través de ese desierto que se le hacía inabarcable, tenía la esperanza de que esa fuese la última. Era su primera misión en solitario, hacía unos meses que había cumplido dieciséis años y alcanzado la mayoría de edad que le permitía salir al exterior del refugio subterráneo.
Cientos de años atrás, la tierra había sido destruida. La sobreexplotación de los recursos y la superpoblación produjo una desertización en prácticamente todo el planeta que obligó a los pocos seres humanos que fueron capaces de subsistir a refugiarse bajo tierra. Desde aquel entonces el objetivo principal había sido sobrevivir. Buscar agua y fuentes de energía era una tarea solo para los que estaban realmente preparados. Mia había conseguido pasar las pruebas de preparación varios meses atrás, pero se resistieron a darle su misión hasta esa semana.
Lo que Mia realmente deseaba era conocer el exterior. Había visto grabaciones en vídeo y fotografías, incluso algunas de antes de la destrucción de la Tierra, pero eso no era lo mismo que verlo en la vida real. El sueño de Mia era ver lo que llamaban bosque. En su refugio tenían algunos arbustos y árboles pequeños que los proveían de frutos, pero los bosques eran ahora algo sagrado, eran el futuro de la humanidad.
Al terminar de subir la duna Mia miró al frente y sonrió ante la imagen que tenía delante: edificios. Según su formación las ciudades eran los mejores lugares para encontrar fuentes de energía, aunque también podían ser los más peligrosos. Una vez producida la desertización llegaron las sombras. No se sabe de dónde vinieron, se barajó la posibilidad de que fuesen criaturas de otro planeta esperando a que la Tierra reuniese las condiciones necesarias para su colonización. Empezaron a aparecer cuando las temperaturas subieron terriblemente y dejó de llover. Las ciudades eran uno de sus lugares favoritos.
Mia se adentró por las callejuelas llenas de arena con toda la precaución de la que fue posible. Pegada a las paredes, dando pasos lentamente y en silencio. Aunque no podía evitar sentir cientos de ojos sobre ella. Las sombras no se distinguen hasta que no las tienes encima, necesitan de una fuente de luz para refugiarse en las sombras, por eso normalmente se encuentran en el exterior y durante el día. Mia empezó a sentirse aterrorizada, cada vez andaba más rápido. Escuchó ruidos detrás de ella y empezó a correr, subió unas escaleras y se adentró en el primer edificio que encontró.
La luz se filtraba vagamente por las ventanas cubiertas de arena. Cuando Mia miró a su alrededor no pudo más que comenzar a llorar de felicidad. Por fin había hallado una fuente de energía. Durante sus entrenamientos le habían hablado de esos lugares, ya raros de encontrar porque habían sido saqueados durante los decenios, sitios donde antiguamente se guardaban las fuentes de energía en cientos y miles, cuando su uso era totalmente diferente al que se le daba ahora. Las fuentes de energía que daban electricidad a los refugios se usaban por el calor, específicamente quemándolas en enormes incineradores. Las fuentes solían ser muy características, rectangulares o cuadradas, algunas más gruesas otras más finas, pero todas formadas por finas láminas de un material realizado con los árboles, Como los árboles eran sagrados, se utilizaban sus derivados para conseguir que la raza humana siguiese adelante.
Mia, se acercó a una de las estanterías, cogió un libro, el más gordo que vio, hoja por hoja las fue arrancando y realizando tiras. Hace ya muchos decenios que nadie podía descifrar las extrañas señales que estaban inscritas en esas hojas, de hecho, ya a nadie le importaba. Mia sacó su pirita y su pedernal, después de tres golpes certeros consiguió encender los trozos de papel que se encontraban a sus pies. Mia no cabía en sí de felicidad, abrió su mochila y empezó a llenarla con todos los libros que había en esa estantería, cogió un Cien años de soledad, que acompañó con un Quijote y un Anna Karenina, totalmente ajena al origen de la literatura, habiendo olvidado lo que era y lo que habíamos sido.
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