Donde escuchaba los golpes sobre los clavos |
Cierto día le dijo el marido a su mujer, mientras con cariño la acariciaba: me voy a trabajar.
- ¿Ya te vas?
- Si, hoy tengo bastante faena.
- Tened cuidado mientras yo estoy fuera, que el pueblo está bastante alborotado y prenden a todo aquel que es sospechoso de ser seguidor de ese que se hace llamar el Mesías.
- ¿El Mesías? ¿Quién es ese hombre? -exclamó la mujer con curiosidad.
- Yo sé más o menos lo mismo que tú, pero es mejor que no salgáis de casa.
- Tú tampoco deberías salir si hay tanto peligro como dices -le aconsejó su mujer algo preocupada.
- Mujer, no tengo más remedio que ir a regar la hortaliza, que hace un par de días que debería haberlo hecho. Me voy, que se me hace tarde.
El hombre cogió su azada y un zurrón con algo de comida, se despidió de su mujer y de sus dos hijos y a continuación, se marchó a donde tenía la plantación.
Estaba ocupado con el riego cuando hasta él llegaban los gritos de una multitud de gente que celebraban algo que desde allí no conseguía ver. Siguió con el trabajo, pero aquellos gritos no dejaban de retumbar en sus oídos con fuerza. Había algo que le animaba a ir para ver de qué se trataba, así que desvió el agua hacia el arroyo y se dirigió hasta donde venían aquellos gritos. Entró por la primera entrada de la muralla que encontró a su paso, llegando hasta donde estaba aquella multitud que jaleaba como si todos estuviesen poseídos por algún mal invisible. A codazos se abrió paso entre los alborotadores, hasta ponerse de los primeros.
- ¿Qué es lo que pasa? -preguntó a uno cuando dejó de gritar.
- ¿No lo sabes? Serás el único que no se ha enterado. Hoy tenemos crucifixión.
Y sin más, el hombre eufórico siguió dando gritos dirigidos a dos hombres que se aproximaban portando cada uno un madero sobre los hombros y con los brazos en cruz atados al mismo.
Aquello no le llamó mucho la atención porque últimamente, por desgracia, sucedía muy a menudo bajo el pretexto de que eran ladrones, asesinos o acusados por conspiración contra el usurpador. Ya estaba acostumbrado a ver aquellas barbaries propias de los que habían invadido el país, Estuvo a punto de irse cuando los gritos aumentaron, mientras la gente miraba hacia la parte de donde habían venido los dos reos. Adelantó el cuerpo y entonces lo vio: se trataba de un hombre que avanzaba torpemente hacia donde él se encontraba portando sobre sus hombros una burda y pesada cruz.
- ¡Qué raro! -pensó- Esto de llevar la cruz hasta donde lo van a justiciar. Nunca hasta ahora lo han hecho... ¡Esta gentuza no sabe qué hacer para que el reo sufra más!
Conforme aquel hombre se iba aproximando los latidos de su corazón iban aumentando.
- Madre mía. ¿Qué me está pasando? Tengo una sensación extraña que nunca he sentido hasta ahora -pensó, mientras los nervios le iban en aumento, conforme aquel hombre con pasos vacilantes se aproximaba-. Debería irme, nunca me han gustado estas cosas y menos cuando se trata de hacer sufrir de esa manera a una persona.
Intentó dar media vuelta, pero sus pies no le obedecían. Parecía que los tenía clavados en aquel suelo lleno de polvo amarillento.
El reo no tardó mucho en ponerse a la altura de donde él se encontraba y sus miradas se cruzaron unos instantes; jamás se borraría de su mente aquella imagen llena de sangre por culpa de aquella burda corona hecha con ramas llenas de espinas y sin saber por qué, su cuerpo se estremeció ante aquella imagen llena de sufrimiento y dolor.
La cruz estaba a punto de rebasarle, cuando aquel hombre tropezó, dando con su cuerpo en el polvoriento suelo, cayendo todo el peso de la cruz sobre él y sin pensarlo se abalanzó sobre la cruz con el propósito de ayudarle a que se levantara.
- ¡Eh tú! ¿Qué haces? ¡Largo de aquí! -le dijo uno de los soldados, mientras le propinaba un par de latigazos.
-Deja que le ayude a llevar la cruz, a ver si conseguimos llegar al monte antes de que se haga de noche -dijo el soldado que estaba al otro lado.
Ni siquiera sintió los latigazos, lo único que quería era ayudar a aquel hombre que tanto le había impactado. Una de las veces que miró hacia atrás, vio que de cerca le seguían dos desconsoladas mujeres secándose el llanto con un pañuelo. Seguro que son su madre y su esposa, pensó mientras avanzaban lentamente.
Aquel desconocido ya no podía más y volvió a caerse, los soldados en vez de ayudarle le golpeaban una y otra vez sin ninguna compasión.
- ¡Por favor no le peguéis más! ¿No veis que no puede?
Gritó con todas su fuerzas, recibiendo a cambio unos cuantos latigazos que le hicieron retorcerse de dolor, pero de su boca no salió ni un solo quejido, pensando que si aquel hombre no gritaba, él no iba a darles el gusto de que lo vieran gritar. Mientras esto pasaba, una de las dos mujeres con un pañuelo le limpiaba la sangre del rostro, hasta que un soldado mal encarado la apartó, dándole un fuerte empujón.
Las murallas hacía rato que habían quedado atrás y los dos avanzaban entre el gentío con un lento caminar, hacia donde se iba a celebrar la ejecución. Un soldado con malos modales lo apartó del madero, provocando de nuevo la caída de aquel desgraciado que había portado la cruz hasta allí.
- ¡Toma y lárgate! -dijo uno de los soldados dejando sobre su mano unas monedas de oro.
En vez de irse se quedó en un elevado montículo, desde donde escuchaba los golpes sobre los clavos que atravesaban el madero, hasta que vio cómo, entre los dos ladrones, izaban aquella cruz con el cuerpo de aquel hombre pendiendo de ella. Su cuerpo empezó a temblar como si tuviese frío, y con la cabeza baja empezó a caminar hacia su casa.
De pronto empezó a ponerse oscuro y un terrible rayo cayó muy cerca de él, seguido de un trueno ensordecedor, dando lugar a que la tierra temblara como nunca antes lo había hecho. Se miró la mano que todavía sostenía las monedas y con rabia las dejó caer al suelo, mientras que por los surcos de sus mejillas rodaban lágrimas, que al momento se mezclaban con aquel amarillento polvo del camino, mientras decía:
- ¿Que será lo que ha hecho este hombre para merecer tal castigo?
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