Todo cuanto sabía lo había aprendido de su tía, su modo de pensar; incluso la manera en que sentía. Además llevaba sobre los hombros hundidos el peso de haber heredado también su nombre: La Costos.
Desde bien pequeña aprendió que aparentar ser muy buena niña le permitía hacer brujerías con cadáveres de gatos sin que nadie la molestara. Su comadre tenía la lengua de cobre y el aliento fétido como el veneno oscuro, era portadora de terribles historias que alimentaban el alma infernal de una sobrina muy leal.
La Costos le explicaba cómo, usando feromonas mediante fluidos corporales para aderezar alimentos, podía controlar la voluntad de familiares y vecinos; además de ganar fama de generosa y buena cocinera.
Infinidad de males y tortuosos mecanismos para articular las fuerzas del mal le había enseñado en vida La Costos, ahora, que llevaba más de un año muerta, su sobrina la extrañaba a la vez que la odiaba, pues en su negro corazón no había lugar para el amor. Odiaba a todo el mundo, se consideraba desgraciada y no soportaba ver un atisbo de felicidad en las gentes que la rodeaban.
Este año por fin acabaría con su vecina la sabihonda, era de las personas que más despreciaba porque tenía todo lo que a ella le faltaba: estudios, alegría, amor... y lo peor de todo; era resiliente y superviviente. Ante las adversidades de la vida ella crecía, perdonaba y lo hacía con el mayor de los gozos conocidos.
Pero la sobrina de La Costos invocaba cada noche al Demonio en un espejo, se le aparecía entre carcajadas de llanto y la envolvía y atravesaba con su enorme falo, en esos momentos de trance enviaba todas las fuerzas del mal a su vecina odiada para acabar con ella. Para terminar su trabajo de brujería solo necesitaba dos cosas, una era tierra del cementerio para esparcirla frente a su casa y provocarle la muerte, la otra embadurnar la lápida de sus ancestros con la esencia de Satanás, una receta que ella hacía artesanalmente siguiendo los terribles consejos que su comadre le dio en vida.
Lo tenía todo preparado para el último día de octubre y cuando volviera del cementerio repartiría entre algunos familiares y vecinos roscos y pestiños hechos con ya sabemos qué asquerosas sustancias. Pero la sobrina de La Costos no sabía que Belcebú tenía un regalo especial para ella, pues para su súbdita más macabra toda tortura era poca cosa. Ella, presurosa y ansiosa, con la idea de terminar su ominoso conjuro para acabar con la hermosura de un ser de luz, se dirigió en la oscuridad del amanecer que despuntaba el día de los Santos hasta el cementerio de su pequeña aldea. Se sentía excitada y el corazón le machacaba las costillas, pues provocar mal a su alrededor era su vicio secreto y su parafilia personal.
Destrozándose las uñas llenó un canasto con tierra, entre esputos y maldiciones la cargaba con todo el rencor que podía. Sudando y aún notando en la boca del estómago náuseas de puro deseo psicopático, colocó unas escaleras bajo la lápida de la abuela de su vecina, quería impregnarla para que su ancestro mayor no pudiera acompañarla en el camino del trance durante la muerte, así pasaría aterrada a ser una concubina del diablo en su harén infernal. Justo en ese instante el amanecer se abrió ante ella como un golpe de cuchillo contra el cielo denso y el mismísimo Demonio, aburrido de sus juegos y hambriento de almas sucias, la abrazó por la cintura provocando un ictus irreversible en su masa cerebral. Cayó al suelo la pobre infeliz, rodando justo al lado, para ser absorbida por la negrura un foso recién cavado. Justo ahí, en pocos días el Ayuntamiento quería poner un pequeño monumento. Ahora estaba cubierto de hojas y nadie descubriría su cuerpo mudo en todo el día.
El infarto cerebral que su amante le había regalado un bonito día festivo le producía calambres terribles y la mantenía todo el tiempo despierta. Podía escuchar los pasos de las familias que paseaban visitando los nichos vacíos de sus familiares consumidos por el tiempo. Ella quería gritar y pedir auxilio, pero solo lograba emitir un aullido involuntario desde sus tripas infectadas por el odio y la maldición. Supo que su vecina estaba visitando la lápida de su abuela para adornarla con flores, supo que no podía acabar su conjuro maldito. Pidió como último deseo morir el día de los Santos, pero no se cumplió, para que pudiera agonizar durante muchas horas oliendo la tierra podrida del cementerio.
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