Levanto la mano, que pesa como si aún tirara de ella mi compañero herido en la batalla; toco la superficie que ha golpeado mi frente, está fría y suave. Palpo, allá donde alcanzan los brazos, una tela suave que se deshace entre mis dedos y parece envolverme. Una pequeña almohada me acaricia el cuello.
Apenas puedo doblar las rodillas porque parezco oxidado y porque de nuevo chocan con esa superficie fría. La golpeo ahora con los nudillos que crujen como quebrándose, pero no duelen. Golpeo más fuerte, ahora suena resbalar como tierra sobre mi cabeza.
He pensado que podría gritar, pero los hombres como yo no gritan, antes morir que mostrar alguna debilidad. Golpeo a los lados, pateo arriba y abajo; ¡arriba y abajo! Paro unos segundos para descansar y evaluar la situación, sobre lo primero caigo en la cuenta de que no estoy cansado y la situación no ha cambiado un ápice desde que comencé.
Aprovecho para pasarme la mano derecha por la frente y limpiarme el sudor, pero no hay sudor; la bajo tocándome el pecho, ahí está el emblema frente al que se cuadran feroces hombres; al lado la Orden del Mérito Militar y la Cruz de Guerra ambas ganadas con entrega y sufrimiento. Todo ello me fortalece y da empuje para continuar la batalla por salir de este cubículo dónde estoy confinado.
Recupero la cruz que llevaba en las manos ¿Cómo no me he acordado antes de utilizarla? La uso como si fuera un martillo. Por fin se abre un agujero, como el que descubro que tengo en el pecho. En uno de los empellones ha caído la cruz sobre mí y al recogerla mi dedo índice se ha introducido más allá de la caja torácica.
No hay tiempo que perder, utilizo ahora la cruz como palanca, la meto por el orificio recién abierto y tiro. Sorprendentemente el agujero se agranda tanto como para meter las manos. Una astilla se clava una de ellas, atravesándola de parte a parte, así descubro que lo que me retiene es madera podrida.
Me enfurezco, rujo y me retuerzo; el boquete es ya del tamaño de mi cintura. Toco una tela suave y sobre ella se intuye la tierra desmenuzada y húmeda. Si quito ese trapo quedaré sepultado, pero no he llegado hasta aquí para rendirme ahora. Me impulso sobre los codos y saco la cabeza por el agujero, una astilla desgarra mi mejilla izquierda, otra me arranca un ojo de cuajo. ¡Mierda! Así nadie va a querer que me acerque, ya se me ocurrirá cómo solucionarlo.
Al empujar con fuerza, noto como la tela se abomba y hace jirones, araño entonces la tierra, escarbo como un perro y por fin saco la mano. Me digo: ahora o nunca, un último esfuerzo. Me agarro a una piedra que parece haber sido colocada a propósito, saco un hombro, la cabeza, el otro brazo... ¡ya estoy fuera!
¡Arg! Ahora sí, grito: ¡lo conseguí! Comienzo a sacudirme y recuento los daños. A los ya mencionados hay que sumar: cuello dislocado, dos agujeros más en el costado izquierdo, tres dedos de menos en la mano derecha, mi uniforme de gala hecho jirones, sobre la cabeza apenas cuatro roales de pelo. Bajo las uñas encuentro un trozo de la tela que cubría la caja, parecen restos de una bandera. Me fijo en la piedra a la que me agarré para salir, en ella puede leerse mi nombre y debajo dos fechas: la del día en que nací y otras apenas cuarenta y pocos años después.
Miro alrededor y hay cientos de piedras como la mía y a lo lejos mi pueblo, reconocería la silueta de su Fortaleza hasta muerto. Estoy eufórico, me invade la emoción, no puedo esperar a ver la cara que pondrá mi novia cuándo me vea aparecer en su puerta. Pero no puedo ir con el estómago vacío, antes tengo que parar a comer algo. Tengo antojo de... sesos rebozados.
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