- ¿Seguro que no aceptan animales?- Que no, papá, fue lo primero que preguntamos. De todas formas, ya es demasiado tarde, ¿no crees?
Blas no se rendía ante la realidad. Muchos de sus amigos habían acabado en residencias de mayores, sitios alejados de sus familias y amigos. Esos lugares donde los mayores eran aparcados para quitárselos de en medio, como si fueran viejos muebles que ya no encajaban en la nueva decoración de las vidas de sus hijos. Él siempre había criticado los asilos y no se veía viviendo en uno de ellos. Hasta hoy que, junto a su hijo, sentado en el asiento del copiloto, se dirigían hacia la residencia donde seguramente Blas pasaría el resto de sus días.
Después de varios sustos, su hijo había decidido que Blas no podía seguir viviendo solo. La gota que colmó el vaso fue el día que se dejó el gas abierto hasta que su nuera llegó a casa y lo detectó por el olor. La bronca que le echó fue de órdago.
Esa misma mañana camino a la residencia, Blas había pasado uno de los momentos más duros de su vida: dar a Canelo en adopción. Canelo era el perro que había acompañado a Blas en los últimos ocho años de su vida, prácticamente desde que su mujer murió. Se lo había encontrado una mañana en la puerta del bar donde Blas solía desayunar. No era un perro especialmente llamativo, de hecho, era más bien feote, de pelo marrón enredado en madejas y dos bolitas, también marrones, como ojos. El día que se conocieron, un cruce de miradas entre Blas y Canelo ató el destino de estos dos seres solitarios.
Cuando llevaron a Canelo con su nueva familia, Blas sintió como si una parte de él mismo le fuera arrebatada. La verdad es que la familia que iba a acoger a Canelo pintaba muy bien: un matrimonio joven con un niño que podría jugar con el perro. Además, vivían en una casa con amplio jardín donde Canelo podría dar rienda suelta a sus carreras. Cuando llegaron a la puerta de los nuevos dueños de Canelo, Blas se agachó lanzándose al cuello del perro mientras las lágrimas se deslizaban irremediablemente por su rostro.
- Adiós, amigo -le dijo Blas-, sé bueno, ¿de acuerdo?
A pesar de la promesa de futuras visitas a la residencia que la familia le hizo a Blas, la imagen del perro entrando en la casa de sus nuevos dueños, se quedó grabada a fuego en la mente de Blas. Mientras, él se montaba de nuevo en el coche de su hijo con el peso de la tristeza que la soledad más absoluta le instalaba sobre sus hombros.
Blas entendía que en una residencia estaría mejor atendido. Lo que no podía comprender era por qué Canelo no podía acompañarlo o por qué el perro no podía quedarse con su hijo. Lo triste de esta situación es que su hijo no quería hacerse responsable ni del perro ni de él.
Ya entrando por la puerta de la residencia, Blas se autoconvenció de que no pararía en su fijación de recuperar a Canelo. Su hijo lo acompañó a su habitación, un amplio cuarto con grandes ventanales donde, pegadas a la pared de la izquierda, había dos camas, una de ellas ocupada por un anciano que miraba con ojos inquisidores todo lo que hacía su nuevo compañero. Blas se sentó en su cama, dando pequeños botes para comprobar su solidez. Entonces miró a su serio y huraño compañero de habitación y le preguntó:
- Y a usted, ¿le gustan los perros?
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