Al pronto no sabía dónde estaba. Pero no tardó en ubicarse. Estaba dentro de aquel tren al que había subido tres días antes. Frente a ella iba un crío de unos seis años con cara algo pecosa y mirada pícara, que la miraba descaradamente; y a su lado, la madre del crío mirándola entre preocupada y curiosa.
- Señora ¿se encuentra usted bien? -le dijo la mujer.
- Oh, sí -respondió Hellen amablemente-. solo me quedé dormida.
Hellen continuó mirando por la ventana fijamente. Fueron miles de dudas las que la asaltaron a la hora de decidir aquel viaje, miles que fue descartando a medida que su idea tomaba forma.
Por el cristal los árboles corrían deprisa. Hasta el paisaje iba cambiando conforme se iba acercando a su destino, a aquel lugar cuyo nombre guardó olvidado en lo más profundo de su ser.
Hellen tendría unos ochenta años, su pelo peinaba canas grises y brillantes. Su mirada estaba empañada por algo que no sabía definir, y su frente surcaba profundas arrugas. Llevaba guantes de lana que tapaban unas manos temblorosas y algo más que asomaba semi escondido, y que tendría que haber olvidado: un número, el 18.300; y un símbolo, la estrella de David. Rápidamente se tiró de la manga y lo tapó.
- ¡No, no, no! Este viaje es para devolver paz a mi vida, no para olvidar.
El vagón empezó a detenerse y sus piernas a temblar.
- Dios ¿qué hago aquí? -se preguntó-. Venga, Hellen, no es hora de echarse atrás. Por una vez enfrenta tu pasado con el presente. ¡Quizás no te queden muchos años de vida! ¿Cuántos pueden quedarte? ¿Tres... cuatro?
El revisor hizo sonar el silbato. Tenía que bajarse ya. Haciendo de tripas corazón bajó del tren. Allí a derecha y a izquierda la gente se abrazaba; hijos, padres, amigos que se veían después de un tiempo. A ella no la esperaba nadie. Bueno ¿o quizás si?
Cogió su maleta y atravesó la estación sin saber muy bien qué hacer primero.
El tiempo pareció detenerse. Las imágenes se fueron agolpando en su cabeza: lágrimas, gritos, olores nauseabundos... ¡desesperación! Y una manecita temblorosa agarrada fuertemente a la suya.
Cerró los ojos húmedos. Tomó aire. Tenía que buscar, pero ¿dónde?
- Señora ¿la llevo? -aquella voz le devolvió a la realidad, era un taxista-. ¿Está bien?
-Sí, oh sí. Por favor lléveme... -dudó-. Lléveme a lo que quedó de Auschwitz -dijo casi para ella.
El hombre cogió la maleta y la acomodó dentro del coche. Para él ésa era la ruta más solicitada. Aquel campo de horror era su fuente de ingresos.
Hellen se sentó. Conforme pasaba por aquellas calles sus recuerdos se hacían más y más dolorosos, el olor más denso, y todo la llevó al pasado.
- Señora, por favor, ya estamos aquí. Se baja y me paga.
Automáticamente sacó varias monedas y le pagó frente a aquella maldita puerta del horror. Sacó fuerza de donde pudo y los pies se guiaron solos, allí dentro, como si todo estuviera igual. Los barracones cobraron vida a su alrededor: llantos de dolor, de frío, de hambre; y sobre todo, la mirada de unos enormes ojos azules.
- Tengo hambre, Hellen -decía una vocecita dulce; su hermana de diez años tiraba de su ropa o lo que quedara de aquel horrible mono a rayas-. ¿Por qué estamos aquí? -decía Elizabeth-. Vámonos a casa Hellen. Tengo miedo.
Como pudo Hellen se recompuso y salió de allí envuelta en lágrimas. Como pudo llegó a la salida donde el mismo taxista la esperaba. No sé si porque la vio en el estado que estaba, o porque no tenía nada que hacer.
- Venga, suba.
- Por favor, lléveme al cementerio -dijo Hellen.
Una vez allí empezó a buscar sin saber muy bien el qué. Los datos que le había dado el detective privado en aquellos años no eran muchos. Buscó, miró y releyó tumbas sin mucho éxito. A punto estaba de abandonar abatida cuando decidió echar otro vistazo de último momento.
Allí, bajo un rosal estaba (su corazón dio un vuelco) aquella foto, aquellos ojos azules con más arrugas por el paso del tiempo. Pero era Elizabeth ¡su hermana! a la que tuvo que dejar atrás, a la que renunció para salvarse de aquel horror, de la que no pudo despedirse.
Abatida, Hellen se dejó caer sobre la tierra pidiéndole perdón una y otra vez.
Muy en el fondo sabía que era la mejor decisión que podía tomar. Pero ¿Elizabeth lo habría entendido? ¿La habría perdonado?
Sobrevivir en ese campo era imposible. Así que, cuando una familia alemana visitó el campo, y vio que se fijaban en la niña, no se lo pensó. Ya se iban sin decidirse por una. Sabiendo que la golpearían en el mejor de los casos, o quizás, en el peor, la mataran... Hellen corrió tras ellos.
- Llévensela. Es pequeña y muy buena. A mí me olvidará, además se parece a ustedes con los ojos azules.
Algo debió conmoverlos porque se la arrancaron de sus brazos los guardias y se la entregaron a aquella gente.
Elizabeth lloraba, gritaba.
- Hellen, Hellen no dejes que me lleven ¡no! ¡no!
Así, Hellen se dio la espalda con un terrible dolor en el pecho. Se sentía morir cuanto más se alejaba aquella vocecita.
No supo cuánto tiempo estuvo allí llorando y pidiendo perdón una y otra vez. Entonces una hermosa rosa blanca floreció y se cayó a sus pies envolviéndola con su aroma. Así, ella supo que Elizabeth la había perdonado.
Cuando Hellen echó un último vistazo a aquella ciudad supo que aquello sí era una despedida. Una despedida del pasado con una reconciliación con el presente o tal vez un hasta pronto hermana. Cuando el tren llegó a su destino Hellen dormía.
- Señora, señora, despierte, hemos llegado.
Una sonrisa cruzaba la cara de Hellen... ya no volvió abrir los ojos. Un suave olor a rosas blancas inundó el vagón.
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