Quijotes desde el balcón

domingo, 28 de enero de 2018

Blanco

por Nono Vázquez

Ya no sería capaz de decir cuándo. Ya no sé si fue antes de terminar el instituto; o al empezar la Universidad. Yo fui a Salamanca y él recorrió tres ciudades antes de acabar la carrera. La última fue Madrid, una que nunca duerme, o eso solía pensar él. Por lo menos no dormían juntos; Madrid y él siempre llevaban el horario cambiado. No le fue fácil reconducir hábitos, y la ciudad le ofreció un regazo siempre caliente para mantenerlos. Y yo no recuerdo en qué momento exactamente le dije que me gustaban las margaritas.

Me gustan, y Mario supo siempre encontrar el momento para regalármelas. A pesar de mis desprecios, era como esos péndulos de pajarito que no dejan de beber en el recipiente. Casi como si no le afectara, atendía a mis reproches, escuchaba mis severas conclusiones y, con un beso, se reponía y me reponía a mí: me alegro de que te gusten. Y entonces yo tenía que reprimirme. Porque era mi obligación mantener mi discurso de ecologista. Regalar flores es inútil, tienes que matarlas para regalarlas y, al final, terminan mustiándose, en el vertedero en el mejor de los casos; esparcidas por la calle en el peor.

Guardo la última dentro de un libro, junto a un poema que nunca volví a mirar, pero que copié en un papel que hoy sin querer ha llegado a mis manos:
Todo es blanco: año nuevo y álbum nuevo;
yo escribo para ti blancas palabras.
Me rodea lo blanco, todo en blanco
como si fuera una gran nevada.
Es año nuevo y Valladolid hoy ha despertado bajo un manto blanco de nieve. Ahora es mi ciudad y me recuerda que el invierno es invierno, por mucho que yo me acuerde del sur, y por mucho que ese sur mío me quiera explicar que no. He dibujado un redondel en el vaho de la ventana, para comprobar que el blanco de la torre de la catedral se ha confundido con el blanco caído del cielo. Por él he observado a los que esconden sus orejas en el cuello del abrigo, y deambulan hacia la Plaza Mayor o vienen de ella.

Guardo su última margarita seca, dentro de un libro que no he vuelto a abrir, y me ha venido a la mente cada una de las que me regaló. Las echo de menos, como le echo a él. Y las espero, como le espero; sentada en el borde de una cama que ya no desprende alegría, oculta entre desconocidos en la esquina de la cafetería, con la mirada perdida bajo el gorro de lana que tejimos en aquella feria... Le espero y le deseo, con la misma intensidad que tantas veces desprecié sus margaritas. Pero como si el tiempo fuera una nevada larga y densa, lo ocultó.

Madrid no duerme, puede ser. Pero los recuerdos tienen insomnio. Ya no hay razón para despertar a la hora, y tampoco hay necesidad de dejarse vencer por el sueño. Las tardes son demasiado largas en los veranos, escasas en los inviernos como este, blancos como las palabras de Dámaso Alonso.

Es año nuevo, y todo es blanco. Pondré otra vez el reloj a cero y miraré las primeras páginas de la agenda, blancas. Mario estará en todas ellas, por si quiere aparecer, con margaritas bajo el brazo. Todavía guardo la última. Está en un libro, un libro blanco que nunca volví a abrir.

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