Quijotes desde el balcón

miércoles, 4 de abril de 2018

Bocadillo de chuletas

Por Raúl Góngora 



La verdad, ahora que lo pienso, el olor a carne fría y pan humedecido de aquel bocadillo ya impregnaba aquellos libros recién comprados y forrados a modo de ritual anual entre mi madre y yo. Tan solo eran unos escasos ocho kilómetros de recorrido entre mi pueblo y el pueblo grande, me negaba, por orgullo, a llamarciudad a nuestro pueblo grande vecino.
Pero el traqueteo a cada curva de aquel cascado todoterreno, y la presión de mi espalda sobre la mochila y el asiento, hacían que aquel manjar empezara a hacerse notar.

Era mi primer día de instituto y mi madre se esmeró en que su hijita mayor fuese lo más guapa posible, a sus ojos. Una falda roja estampada con decenas de tipos distintos de flores, una camisa blanca con los cuellos y puños bordados en rojo y unos zapatos rojizos hacían que mi aurea, dentro de aquel todoterreno, brillara y cantara con luz y voz propia.

Llegó el momento de bajar del todoterreno en la puerta del instituto y lanzarse a aquel circo romano de miradas cargadas de adjetivos de superioridad, algunas risas de los que siempre intentan marcar su territorio el primer día, y murmullos; demasiados a nuestro alrededor. – Si, ya estamos en su ciudad. –me dije. Por un momento me dieron ganas de subirme de vuelta al autobús y pasar de aquellos escupepipas a nuestro paso. Pero me acordé de hasta donde quiero llegar y lo mucho que tendré que esforzarme hasta conseguirlo, y decidí que unas cuantas hienas urbanas no me iban a quitar mis ilusiones.

Entre la caminata desde la puerta del patio central del instituto y la clase que me habían asignado, 1ºC, empecé a notar que tal vez la elección de aquel vestido tan bonito y tan conjuntado con la camisa, se nos fue un poco de las manos en unos días en los que era tan importante encajar en la multitud pasando desapercibido. A eso, seguro que tampoco ayudó el creciente olor de aquel bocadillo, que mi madre insistió en meter en la mochila, envuelto en una bolsa, sin pensar en los costes olfativos que eso me acarrearía.

Y tenía que estar unas tres horas metida en una clase de casi cuarenta personas, cada una con su escasa bondad y su alimentada maldad colectiva, con mi olor a carne fresca entre libros mezclado con un poco de Nenuco que me eché en el pelo tras la ducha, y mi discretísimo conjunto de falda y camisa, casi propio de cuando nos traían mis padres a pasar la mañana del viernes santo con mis titos de la ciudad.

Cuando el calor que desprendían mis mejillas ruborizadas estaba llegando a su punto álgido, y las miradas y risas de las niñas del fondo izquierdo de la clase se escuchaban sin vacilación desde mi sitio, primera fila, primera mesa junto a la maestra, no quería problemas, sonó el timbre del recreo. 
   — ¡Buf, menos mal! –pensé mientras veía como todos salían corriendo como las cabras de mi viejo tito José cuando veían a este llegar con una alpaca de comida fresca.

Por unos minutos dejaría de sentirme analizada, juzgada y condenada de la felpa, roja por supuesto, que llevaba en la cabeza, a mis zapatos a juego.
Saqué la bolsa del bocadillo, con ilusión por ver con que me había sorprendido mi madre en mi primer día de instituto, y con velocidad, pues los nervios del estreno me impidieron desayunar tan temprano. Quité el papel de aluminio que lo envolvía y ¡Zasca! Rematamos el día más embarazoso de mi vida con un grandioso, jugoso y muy oloroso bocadillo de chuletas. Si, si, de chuletas, dos, cada una orientada hacia un lado dentro de aquel bollo de pan bestial, formando una especie de estrella ninja ibérica.

Tras mirarme, con los ojos como platos, la profesora que aún andaba recogiendo sus papeles, y las cuatro repipis que había junto a la puerta, creo que a modo de pelotón de información hacía el resto de verdugos de instituto. Noté que mi corazón y mi cerebro tiraron la toalla aquella mañana y, un par de lagrimones comenzaron a bajarme por la mejilla derecha, mientras agachaba la cabeza y envolvía de nuevo el bocadillo en su papel y lo guardaba. Aquellas tres primeras horas de clase habían fusilado mi alegre personalidad y arrojado a un campo de zarzas envenenadas de frivolidad, maldad colectiva propia de carencias individuales, toda la ilusión con la que yo había despertado aquella grandiosa mañana de septiembre. Pasaron los minutos y vi como el resto de alumnos, subían con un pequeño bocadillo envuelto en papel; chóped, salchichón, queso, y algún que otro Bollicao. 
- ¿Y eso? Si salieron corriendo con lo puesto. -pensé.
Como aún faltaban unos seis minutos para que acabase el recreo, seguí aquel rastro de niñatos de ciudad sonrientes, dándose empujones entre ellos a cada metro y riéndose de todo el que pasaba solo a su lado, y, allí estaba; el bar del instituto.

Me había leído días antes el tipo de asignaturas que tendríamos, los probables profesores, horarios corrientes y alguna norma de comportamiento y seguridad; pero en ningún lado ponía que el instituto tenía un bar, o al menos yo no vi esa sección.

Pasaron las dos horas siguientes, de aquel eterno e injusto día, y el olor a bocadillo húmedo, carne y un pelín de mahonesa que mi madre había puesto entremedias de cada discreta chuleta para hacerlas más tragaderas, iba creando una especie de campo de fuerza en mi esquina de la clase. Si yo lo notaba bastante, y para mí era un olor común, los de ciudad de mí alrededor tenían que estar ya para morirse. 

Había rellenado ya numerosas hojas de uno de los blocs nuevos que estrenaba para ese día. Profesores, horarios y contenidos que impartiremos en cada asignatura. Todo con la claridad y limpieza que desde pequeña había tenido en mis apuntes. Algunos de los profesores preguntaban, en medio de la clase, preguntas sueltas sobre su asignatura para evaluar en nivel con el que se enfrentaba, y yo levanté la mano la mayoría de las veces y las contesté correctamente. (Di que sí Lourdes, por si no has hecho gentes ya con el vestido, el tufo a carnaca del bocadillo, y la colonia Nenuco, ahora presume de sabelotodo, te estás coronando, me repetían las escasas neuronas frescas que me quedaron aquella mañana tras mi combustión interna)

Las doce. Segundo recreo de diez fugaces minutos. Con las tripas riéndose de mí por el hambre que arrastraba y la que tenía liada por no comer para no hacer el ridículo, me dispuse a bajar a ese glorioso bar. Cuando estaba abriendo la puerta de la última escalinata que separa los pasillos del bar del instituto, se me encendió un neón en el cerebro que decía: 
- ¿Por qué Lourdes, por qué?
Mi madre se había levantado a las seis de la mañana para dar unas últimas puntadas a aquel maravilloso vestido. Se había puesto a asar chuletas para metérmelas luego en un bocadillo, sabiendo que siempre me ha encantado comérmelas así. Como le hacía ilusión traernos ella el primer día de instituto, cogió el todoterreno de papá, que tanto odia conducir y me trajo a mi primer día de instituto. ¡Qué se jodan esas nenas y los del rincón de la clase y que se jodan a quien no le guste como soy! Me gustan los bocadillos que hace mi madre, me encantan los vestidos desde pequeña y me gusta echarme Nenuco después de ducharme. Y, si, soy muy empollona, si. Paso muchas horas al día haciendo deberes, estudiando por adelantado y preparándome las clases del día siguiente. Ya veremos al final quien es la tortuga y quién es la liebre. Pasaron semanas, meses riéndose de mí en los corrillos, pero yo con la cabeza bien alta y mi bocadillo de chuletas bien grande, sabía de sobra que los LOCOS en esta historia eran ellos.

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