Quijotes desde el balcón

domingo, 29 de abril de 2018

Espacio profundo

por Alfredo Luque

Tenía la impresión de que su pequeña huella indeleble, se posaba aquella tarde sobre la mesa del café. La taza a medio beber, dejó la huella impresa, marrón y agridulce con el regusto del negro elixir, en el mantel imitando el papel. El cielo visto a través de la ventana-escafandra era de color de tornasol y mientras las musas decidían que hacer con él, apuró la taza para ir a levantarse del asiento del copiloto y perderse en la distancia que separaba aquellas ventanas de las mesas clavadas al suelo; de aquella atmósfera atormentada y eléctrica a punto de estallar en una cortina de lluvia fresca y suave. Primaveral.

Se imaginó entonces que, quizás, no sería tan malo, después de todo, morirse en primavera. Caer en las fauces de las flores y en las de las abejas que polinizaban la miel del porvenir, para convertirse todo él, en lodo y escarcha. En una capa de mantillo con la que abonar la superficie de cualquier bosque sombrío. ¡Que mejor tributo a la existencia humana! Imaginó además, que, cuando aquel camino embarrado dejara de estarlo, y se convirtiera en un sendero imaginario y polvoriento, pensó, dejaría atrás todos los malos recuerdos y la ingrata impresión que ellos le producían. Pero la cruda realidad de todo, fue la que le golpeó como una bofetada en el rostro: ahora se encontraba en el espacio.

El espacio profundo. A miles de kilómetros de casa. A mil años luz de los jardines ambulantes. De las piedras cubiertas de musgo verde y el frescor de las paredes y las tapias de su niñez. Ni siquiera comprendía el milagro que suponía permanecer vivo aún, y cómo su memoria positrónica le causaba profundas impresiones comparativas entre el estar vivo y sentirlo así, aún en la negrura fría del vació y a punto de ser devorado por la materia oscura. En ese instante, la nave atravesó el último cinturón de asteroides, antes de enfilar su proa hacia el agujero negro. 

"Maldito Fraunhoffer y su espectro", se dijo a si mismo, mientras se servía otra taza de aquel dulce y caliente sucedáneo de café. El inmenso agujero atraía inexorablemente el montón de chatarra, en que la nave se estaba convirtiendo, hacia su inminente desaparición. Tenía la impresión, tal vez ligera, del hecho de morirse en primavera, como algo que rozara la belleza. Como algo simplemente, maravilloso. La impresión de ser parte del todo y de la nada al mismo tiempo. La nada. ¿Podía haber algo mejor? ¿O tal vez fuera solo una burda impresión? Una huella a través del tiempo. Su huella. Débil y deleble de un día para otro, como la arena del desierto expuesta al viento, siempre en movimiento entre las dunas. Una impresión, sin duda. Un borrón en el papel pautado. Una pauta. Una mota. Una impresión de gas, en el vacío del espacio, donde nacen las estrellas.
- Mi mente se va, Dave -dijo de pronto-. Tengo miedo -susurró de nuevo aquella voz metálica-. ¿Soñaré, Doctor Chandra?
- Si, Hal. Soñarás. De aquí a la eternidad. Todos soñaremos y tú también lo harás. Tengo la impresión de que así será. 

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