Quijotes desde el balcón

jueves, 1 de noviembre de 2018

Beso nocturno

por Alfredo Luque

Una vez más, le miré paralizada por la emoción. Era encantador. Sus ojos verde grisáceo, me enloquecieron, al igual que sus labios y su rostro delicado. Era tan perfecto como siempre había sido. Cuando vivía, fue todo mío. En ese momento, él siempre me miraba fijamente y la sangre se congelaba en mis venas henchidas mientras se acercaba  y yo cerraba los ojos deseando no despertar de aquella horrible y maravillosa pesadilla.

Pero no había nada de lo que despertar, y aun así, permanecí con los ojos cerrados, intentando pensar en otra cosa. Quería dormir, pero notaba su presencia aún mas cerca, hasta que no pude resistirlo más. Me levanté y una puñalada fría y repentina me inundó el corazon. Él estaba justo delante de mi, pálido, de pié, exhalando un aliento frío y mortecino. Me desmayé.

Desperté al día siguiente y él aún seguía en mi habitación. Apostado en la penumbra del rincón, impávido. Sin moverse. Aunque estaba aterrada, no quería seguir sufriendo por él. Lo amaba demasiado. Me dolió tanto que se hubiera marchado... Que se desvaneciera de mi vida tan de repente... Recordaba como sus manos cálidas se volcaban en mil caricias, en el banco de piedra de la plaza. Las tardes risueñas de los dos, bajo aquellos olmos gigantescos y soleados...
Sin dudarlo un minuto más, me precipité al sotano desesperada rebuscando entre las cajas repletas de sus notas y papeles desordenados, dispersos aqui y allá, hasta que al fín encontré lo que buscaba; una preciosa navaja de afeitar, con afilada hoja y cachas de nácar carmesí. Lista para cortar. Así que extendí la mano y...
- No lo hagas.
Resonó en la estancia una voz familiar. Me giré con un sobresalto. Él estaba detrás de mi. Me estremecí. Al cabo de unos segundos y aún con la navaja en la mano, reaccioné:
- ¿Que haces aqui? -le dije.
- No me tratabas tan friamente antes de morir.
Resonó su voz grave y distante. Me quede sin palabras.
- Solo quiero quedarme aquí un rato más, mirándote.
Sus ojos verdosos me recorrían incesantes y yo apenas si podía respirar.
- ¿Que quieres de mi? -le respondí, aparentando una serenidad poco usual.
- Lo que me has dado siempre; tu amor. Y además, te quiero a ti. -espetó.
Su sonrisa me asustaba, pero al mismo tiempo, me seducía de una forma incontrolable.
- Yo... -apenas si acerté a decirle, en voz baja.
-Tú... ¿Aún me amas, verdad? ¿Quieres venir conmigo?
Aquellos ojos brillantes, revelaron un deseo oscuro. Casi obsceno.
- ¡Pero si estas muerto!, -le reproché, mientras de forma instintiva, retrocedí unos pasos.
- Sí ¡Pero no muerto en ti! ¡Mi recuerdo sigue vivo! Puedo sentirlo. El mundo de donde vengo es tan frío y distante...¡Tú me amabas! ¡Me dejaste entrar! ¿Acaso no lo recuerdas?
Tenía razón. Aquella noche delante del espejo, y los cristales rotos de la ventana, era difícil de olvidar. Pero mi mente no pudo aceptarlo más y sin pensarlo, dejé caer la navaja con un chasquido sordo. Casi imperceptible. Al instante, un rumor en el viento y una niebla violácea inundaron la estancia junto a la chimenea y los cuadros. Afuera, llovía de forma incesante entre remolinos de hojarasca. Las farolas de la calle prendieron su luminaria, tristes y apocadas, reflejando su palidez en las tapias y muros, como grotescas sombras chinescas. Mi vista se nubló. De repente abrí los ojos y me encontré en su regazo, frío...
- No sabes cuánto te he buscado. -me dijo-. Te amo aún, como siempre lo hice. ¿Vienes conmigo? ¿Te olvidarías de todo y dejarías atrás todo lo que más amas para venir conmigo? 
La pregunta pesaba demasiado. Mi vista volvió a nublarse y un hilo invisible y tenso tiró de mi hacia la puerta de lo desconocido. Una vaga impresión del ayer y del hoy, del presente y del futuro, se mostró velada y frágil, como la llama de una vela agitada por el viento. Una toma un cierto valor en la hora de la muerte, y casi vencida, mientras él se acercaba como antes lo habia hecho, no pude negarme ni un momento más.

Tomó mi mano y me atrajo hacia si con delicadeza. El beso fue cálido y frío al mismo tiempo. Mordió como nunca. La sangre manó espesa. Casi marrón. Aquellos ojos, ahora verde oscuro, robaron mi último aliento. Quizás por un escaso momento, fui feliz. Breve felicidad. Efímera sin más. Un beso en el otoño de la vida no es tan malo como parece. Pero no te atrevas nunca, a robarle a la muerte un beso. Son besos que no puedes pagar y ella se empeñará en cobrarlos, pues no se puede burlar al amor de medianoche. Aquel que se refleja en las sombras calladas de la pared y no se hace presente en los espejos, mientras todos duermen, y tú, insomne, miras hacia el techo con los ojos muy abiertos, pensando en lo que te deparará la eternidad y ese beso rojo, nocturno, de medianoche que acabas de dar.

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