Quijotes desde el balcón

jueves, 1 de noviembre de 2018

Los juegos del hambre

por Nono Vázquez

Lo que empieza como una broma puede acabar mal, y aquel otoño de 1950 Felipe y yo comprendimos que hay cosas con las que no se debe jugar. Soy Abelardo Castañeda, y Felipe Santos era mi amigo. Por aquellos años contábamos apenas nueve. El pueblo no ofrecía demasiadas alegrías y todavía los mayores tenían demasiado reciente el recuerdo de la guerra.

Las escuelas enseñaban poco y mal. Los zagales gastábamos nuestros zapatos en carreras entre la calle Real y el parque. Algunos pugnaban con los contados coches que atravesaban el Llanillo y la mayoría se dedicaba simplemente a ver pasar una vida que era claramente mejorable.

Vivíamos cerca de La Mota. El cementerio municipal ya se había trasladado, pero quedaban nichos ocupados en las inmediaciones de la Iglesia Abacial. Eran los últimos, los que habían recibido sepultura recientemente y habían de retrasar su mudanza. El destierro general había dejado un panorama desolador, y Felipe y yo nos aventurábamos a jugar entre los montones de tierra negra, simulando batallas, escondiéndonos de un enemigo imaginario y compartir después la torta de aceite de mi madre y el requesón de la suya, la merienda de dos chavales de los años del hambre.

Allí, sin saberlo, la vida nos sacudiría.

Un día vimos que el enterrador se encaminaba por la antigua calle de las puertas, el conocido como Camino de los Muertos, hacia la muralla de arriba. Recuerdo los gritos de Felipe:
- ¡Van a desenterrar a otro! -acompañaba sus voces con golpes secos en la madera del portón-. ¡Si nos damos prisa llegamos antes por detrás!
- ¡Ya bajo!
Y acompañé mi respuesta con un brinco. Felipe me sacaba cincuenta metros de ventaja y yo corría tras él con los cordones de los zapatos desabrochados.

Logramos llegar antes que el enterrador. La familia del difunto ya esperaba arriba, junto al nicho y el carruaje. Era el ritual habitual y por habitual era conocido, pero no por ello desprovisto de misterio y adicción para nosotros. Los tiempos de carencias hacían que la mayoría de los difuntos fueran introducidos solo con la mortaja en los nichos. Eran malos tiempos y los más optaban por el féretro de devolución, concebido para contener al finado en su último viaje y regresar a las pompas, para repetir la operación una y otra vez. Hasta la muerte era un lujo que la mayoría no se podía permitir.

Cuando allegados, enterrador, cochero y muerto desfilaban por la cuesta abajo camino de su ya sí última morada, nosotros rebuscábamos en los nichos vacíos a la caza de alguna reliquia. Rara vez pudimos hacernos con algo que valiera la pena. Un pañuelo bordado con las iniciales R.S.P., cuatro alhajas y quincallas sin valor alguno y unos dedales que formaron parte del tesoro mortuorio de una vieja costurera a la que todo el mundo conocía como La Pajaroca.

Pero aquel día fue distinto. Felipe encendió el farol de aceite y lo colocó al fondo del nicho para inspeccionarlo. Tenía ese olor a húmedo y podrido que tardaba semanas en irse de nuestra ropa, pero Felipe se excitaba en cada una de esas expediciones, en las que mi labor era vigilar la retaguardia y avisar si el enterrador llegaba pala en mano para poner punto final a nuestras aventuras.
- Me cago en la puta, Abelardo -exclamó Felipe desde dentro-. Aquí hay algo.
- Pues sácalo ya, “hostia” -nos sentíamos importantes soltando alguna palabrota cuando no nos oían-. El “entierramuertos” debe estar cerca. Saca lo que sea y vamos.
Después de una buena carrera, olvidar allí el farol y alcanzar terreno no hostil en la Placeta de San Juan, comprobamos que la joya no era más que un raro instrumento en el que con tres resortes se podía fijar una fecha. La que traía señalada correspondía al 28 de octubre de 1945, justo cinco años antes, justo el tiempo transcurrido entre el entierro de su dueño y aquel día, pero no reparamos en el detalle.
- ¿Cuándo es tu cumpleaños? -preguntó Felipe a la vez que empezaba a girar los resortes?-. Es la semana que viene, el 3, ¿a que sí?
Asentí y señaló la fecha, lo escondió bajo nuestra losa suelta de la calle y nos marchamos a casa. Era sábado. Durante la semana celebramos con nuestras familias las gachas y los Santos y Difuntos. Pero el 3 de noviembre mi regalo de cumpleaños fue la noticia de la repentina muerte de mi amigo Felipe. Muerto en su cama. Fue algo de corazón. El 3, mi cumpleaños y la fecha que Felipe marcó en el aparato. Eso explicaba que estuviera con su último dueño, muerto también y enterrado con él. Durante el sepelio lo escondí junto al cuerpo de Felipe y aquello volvió a ser tragado por la tierra, yo esperaba que para siempre.

Nuestras familias marcharon de allí, cada una por sus motivos y yo jamás he regresado. La tumba de Felipe quedó abandonada.

Ayer las noticias se hacían eco del hallazgo de un raro artilugio durante unas obras de ampliación y reasignación de espacio en el cementerio de Alcalá la Real. A la curiosa pieza, hallada en el siglo XIX en Siria, se le perdió la pista durante la I Guerra Mundial. Estaba relacionada con una antigua hermandad y unos ritos vinculados a la magia negra. Me pregunto por qué extraño camino vino a cruzarse aquel fatídico día para cortar de raíz unos ingenuos e inofensivos juegos del hambre.

No hay comentarios:

Archivo del Blog