Quijotes desde el balcón

jueves, 1 de noviembre de 2018

Ley de probabilidades

por Ricardo San Martín Vadillo

La teoría de probabilidades se ocupa de asignar un cierto número a cada posible resultado que pueda ocurrir en un experimento aleatorio. El matemático Laplace emitió su ley de probabilidades. Katerina Riskova no sabía mucho de matemáticas y bien poco de la ley de probabilidades. Ella sabía de arrojar cuchillos. Esa era su especialidad y su arte.

Lo aprendió de niña con su abuelo, un famoso artista del circo ruso en los años cuarenta. Lanzaba cuchillos con los ojos cerrados. Ahora Katerina llevaba veintiun años, ahí es nada, casi un cuarto de siglo, lanzando cuchillos. Ningún incidente en todo ese tiempo... o casi.

Había probado también con hachas, pero este instrumento conllevaba un alto índice de imprecisión: el peso, el largo mango, el roce en el aire mientras giraba... todo ello creaba leves alteraciones en la dirección que podían ser fatales. Por el contrario, el cuchillo era fidedigno, equilibrado, leal en su trayectoria.

Empezó a trabajar en el circo Price y su fama fue creciendo a medida que recorrían ciudades y el público veía su número circense.

Era certera al milímetro, infalible, precisa en extremo, serena y segura de sí misma.

La Riskova se enamoró de Leonardo, hijo del dueño del circo, y él aceptó formar parte de su espectáculo como objetivo de sus lanzamientos. Les unía el peligro, la emoción, el riesgo de la muerte. Se casaron.

No obstante, algo vino a turbar aquella unión. Descubrió Katerina la infidelidad de Leonardo y se sintió herida en lo más hondo de su alma femenina. Le habría dolido menos si hubiese sido con la bella trapecista o la esbelta contorsionista, pero Leonardo tuvo un romance con la enana del circo. Aquello hirió a Katerina en lo más profundo de su amor propio. De poco sirvió la explicación de su marido: la enana compendia en sí misma todo un Kamasutra de habilidades sexuales.

Durante unos días Katerina estuvo alterada, insegura. En una de sus actuaciones la mano de la artista mostró un leve temblor. Lanzó y... yo estuve allí, pero no me hice presente. Leonardo sufrió un leve corte en el lóbulo de su oreja derecha.

Despidieron a la enana y la calma y la seguridad parecieron volver a la pista circense y al matrimonio. Yo me desvanecí durante otros dos años. Las probabilidades de una muerte por accidente parecieron evaporarse.

Y sin embargo, allí estaba yo de nuevo para romper todas las leyes de probabilidades. Sí, ya sabéis quién soy. Es cierto que Katerina había hecho más de tres mil lanzamientos de cuchillos a lo largo de sus veintiun años de actuaciones, lo cual le daba una experiencia enorme, casi rayando la perfección. Eso reducía tal vez al uno o dos por ciento las posibilidades de un accidente. Pero no es menos cierto que si la probabilidad de un lanzamiento erróneo era de un uno o dos por mil ya estaba cerca matemáticamente de que llegase esa primera vez.

Y allí estaba yo, siempre al acecho, siempre rondando. De mí dependía lo que sucediese, no de la ley de probabilidades.

El circo está lleno esta noche. Familias con niños, jóvenes parejas en busca de diversión y emoción. Comienza el espectáculo: La funambulista, el mago, los payasos, el domador y, por fin, la actuación estelar. Redoble de tambores: ta ta ta chan. Katerina pisa la arena del círculo, lleva media docena de cuchillos a la cintura. Su marido Leonardo se sitúa estático, pegado a la tabla rectangular. El público enmudece. Hay una tensión electrizante que parece flotar en toda la carpa. Nuevo redoble de tambores. Katerina se abre ligeramente de piernas para equilibrar el cuerpo. Toma un cuchillo, fija la vista y con un movimiento raudo de su mano dispara el cuchillo que silba en el aire. Se clava muy cerca del hombro derecho de Leonardo. Hay un ¡oh! de admiración y alivio  entre el público. Katerina hace sucesivos lanzamientos clavando sus cuchillos en torno a la figura de su marido. 

Último cuchillo. Mide la distancia y lanza. Es en ese momento, en esa décima de segundo en que el cuchillo va girando en el aire, cuando Leonardo me ve. Mi aterradora visión le causa un estremecimiento, ligero, pero suficiente para mover su cara unos centímetros.

¡Crash!

El cuchillo penetra por el ojo izquierdo, atraviesa su rostro y se clava en el tablero. Hay un grito de terror entre los horrorizados espectadores.  Cien por cien muerto.

Que no me vengan a mí con leyes de Laplace, ni de probabilidades. Yo soy quien dicta las matemáticas de la fatalidad.

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