Quijotes desde el balcón

jueves, 1 de noviembre de 2018

Una tumba sin cruz

por Enrique Hinojosa

…y un lugar donde enterrar a nuestros muertos
Tratado de Westmister, 17 de julio de 1654

El cementerio más antiguo de Lisboa es un cementerio surgido de una simple frase escrita en un papel. Entre la Basílica y la Plaza da Estrela, se esconde el Cementerio de los Ingleses. Hay que alejarse de la zona turística para ver lo que nadie ve: desde fuera sólo es un muro más, franqueado por una puerta que abre apenas unas horas cada mañana. Pasará desapercibido para quien no sepa qué se esconde en su interior. Una gran arboleda se eleva en plena Lisboa para dar sombra y cobijo a las cruces, para dar paz y descanso a los muertos.

En 1654, Oliver Cromwell firmó un tratado entre Inglaterra y Portugal, dadas las relaciones comerciales entre ambos países y la gran población inglesa que vivía en territorio luso. Se recogían en él las distintas condiciones comerciales entre ambos países, así como otros acuerdos. Cromwell añadió una coletilla al final del tratado: ...y un lugar para enterrar a nuestros muertos. Hasta ese momento, los ingleses, en su mayoría protestantes o anglicanos, se veían obligados a tirar sus cadáveres al Tajo, o al mar, ante la prohibición de dar sepultura a los herejes en los cementerios católicos portugueses.

Y ahí surge el cementerio más antiguo de Lisboa, surgido de una frase en un papel. Entre sus callejones, separados por arriates de piedra y vegetación, se alinean entre sombra y luz lápidas gemelas de soldados británicos de la RAF, del ejército canadiense, o de soldados australianos, caídos todos en época de barbarie. Entre sus callejones se dispersan tumbas de familias que entremezclan apellidos inconexos: Aquí yace Lucía da Silva, amante esposa de John Alexander. Descanse en paz Joao Spencer, hijo del capitán Gregory Spencer y María Almeida. Thomas Snow de Moura, Guillerme Stewart... Aquí vino a fallcer el escritor Henry Fielding, que buscó el mejor clima lisboeta para mejorarse de sus enfermedades... pero se dejó acunar por la dama que viste de negro. 

Marmóreos ángeles arrodillados, querubines vigilantes que arropan a niños fallecidos y plañideras de piedra son los estáticos habitantes de ese mausoleo sembrado de tumbas. Cientos de tumbas, cada una con su cruz, algunas iguales, muchas distintas entre sí: Cruces celtas de piedra, cruces blancas hechas en mármol, cruces sin nombre, trampantojos de piedra que parecen ser troncos de madera entrecruzados... cientos de tumbas, todas con su cruz.

Todas, excepto una. Entre los claroscuros de la hojarasca, por la luz que filtran los árboles y hace oscilar el viento, ante cientos de cruces se encuentra una lápida de mármol blanco, dormida en el suelo, con una estrella, un epitafio y un nombre. 

El nombre, en un idioma ilegible; el epitafio, una inscripción grabada en el mármol blanco que decía en portugués: En el jardín de tu corazón nada plantes, salvo la rosa del amor; Bahá-U-Lláh. La estrella era extraña: Para los druidas celtas, la estrella de cinco puntas podía representar el poder de la naturaleza. Pero esta estrella tenía más de cinco puntas. La estrella de David podría explicar el nombre ilegible; pero esta estrella tenía más de seis puntas. Los siete chakras de los poderes místicos, tal vez... pero tampoco: esta estrella tenía más de siete puntas. ¿Ocho puntas? ¿Los dioses de Egipto en un cementerio británico de Lisboa? Volví a contar. Nueve. Nueve. Una estrella de nueve puntas grabada en una lápida blanca de mármol: El símbolo de la religión Bahaí. La segunda religión más extendida del mundo, presente en 250 países. Y allí estaba entre cruces celtas, una estrella persa, sobre una losa blanca, en un cementerio inglés, el más antiguo de Lisboa. Sola.

Es cierto que la blancura simboliza luz, pureza, perfección y paz, pero tiene también un aspecto tenebroso: La soledad, la inmovilidad y el olvido del mármol frío de una lápida con una estrella de nueve puntas entre cientos de cruces. La blancura es una muralla que me rodea. Me hostiga, me aplasta, veo en ella una fuerza insultante, una malicia que la anima contra mí. La angustia del luto blanco de las paredes de cal, la fantasmagoría del demonio blanco, de la tormenta blanca, de la lechuza blanca, del fuego que de intenso transforma el rojo en blanco. El blanco impregna de ceniza y rumor allí donde antes hubo vida y fuego. El blanco supone un doble abismo: la paz de los muertos, y el desasosiego de los vivos.

Nosotros nunca nos realizamos. Somos dos abismos -  un pozo contemplando el cielo
Fernando Pessoa - Libro del Desasosiego. 

No hay comentarios:

Archivo del Blog