Quijotes desde el balcón

domingo, 27 de septiembre de 2020

Esperanza del búho por Jon Sigurdur

 

Capítulo cuatro

 

Me había escapado en mis pensamientos y creo que ni se dieron cuenta de mi presencia. Lo positivo fue que empezaron a hablar con la soltura que les causa la ausencia masculina.

            —Tías, me voy a operar ―dijo Penélope—. Me voy a agrandar las tetas.

            —Pues, claro, si te hace sentirte mejor hazlo —dijo Helena.

            —No, también creo que le gustaría a Poli. No me ha dicho nada, pero sé que le gustan las tetas. Es que todas sus ex eran tetonas.

            —¡Cucha! ¿Porque no le enseñas la puerta, mujer? —dijo Alicia indignada—. No se quiere casar, no quiere compromisos, no quiere niños y ahora tú le quieres apremiar la cobardía con nuevas tetas. ¡Anda ya!

            Penélope no se sintió ofendida, fue como que esperaba algo así de su amiga.

            —Mira Alicia, aunque no te guste Poli no te da ningún derecho a hablar así de nuestra relación. Él es como es, pero yo creo en lo nuestro y como tú eres mi amiga lo tendrías que respetar.

            —Soy tu amiga y justo por eso hablo así.

            —No es lo que necesito ahora.

            —No, claro, todos tienen el derecho de estar infelices, yo no te hago pensar más.

            —Y tú, tan enterada e inteligente, ¿por qué estás tan infeliz? ¿para qué sirve tanto pensar si no te hace feliz?

            —¿Infeliz? ¿Crees que soy infeliz porque estoy sola? ¿Crees que nada puede traer felicidad a una mujer si no tiene un pene colgado entre las piernas?

            Alicia la observaba con una mirada de condena. Helena decía algo para intentar traer más paz y tranquilidad al convite, que ya había sido bastante robusto. Sin embargo, Penélope parecía no ofenderse por la fuerte actuación de su amiga y hasta se reía.

            —Mira, no dejas de quejarte de las cosas, desde que vinimos no has dicho ni una palabra positiva. No me digas que te estás muriendo la alegría, por favor.

            —Pues, te digo que si no estoy feliz no es por culpa de falta de hombres porque los tengo donde quiero.

            —¡Eso es! —dijo Penélope que se defendía con más agilidad—. Bueno, los llevas en el bolsillo, a lo mejor.

            —En la cama —dijo Alicia sin titubear —. No me hacen ninguna gracia en otros lugares, antes no me importaba salir a tomar cervezas primeramente al sexo pero ya no. Es que son muy cobardes, uno necesitaba dos tranquilizantes antes de quedar conmigo. Otros hablan de tonterías y creen que te pueden poseer como su coche. Ni hablar, en la cama y cuando terminamos ¡puerta! No les soporto cuando abren la boca.

            Helena y Penélope se miraban mutualmente, asombradas.

            —¿No te gustaría compartir tu vida con alguien? ¿Tener hijos y familia?

            —Pues, si se presenta alguien que valga la pena entonces sí pero no lo veo. No creo que haya hombres que te pueden considerar un alma humana y no una perra que pueden sacar a pasear cuando se les antoja, ensañar a sus amigos y familia como a su coche, llenarte con sus tonterías como si fueses el disco duro de su ordenador e imponerte sus requisitos como si fueses su empleada.

            —Y ¿el sexo? —preguntó Penélope —¿eso tampoco te importa?

            —Lo tengo —dijo decidida y todos se quedaron callados un incómodo rato.

            —He leído solo una noticia las últimas semanas que me ha alegrado —dije y las chicas me miraban como si hubiera caído del cielo—. Y eso fue que la mujer de Donald Trump no comparte la cama con él. Fue un alivio. Sufro cuando veo una mujer tan guapa con un hombre así, lo veo como pegado. Siento como que los dioses son injustos.

            —Más tendrías que sufrir por lo que dice Alicia sobre vosotros, los hombres ―dijo Penélope.

            —No me concierne lo que dice. Ella está hablando de los solteros de por aquí, estos que quedan en el mercado.

            —A mí me parece que vosotros dos —dijo Penélope haciendo ademanes para indicar que estaba hablando sobre Alicia y yo —habéis decido sufrir por el mundo para olvidaros de vuestro propio sufrimiento.

            ―No es así ―respondió Alicia ―vivimos en una sociedad…

 

            Pero ahí tuvo la crítica social que ceder a la erótica porque Helena empezó a gritar como una chiquitaja que ve a los Reyes Magos aparecer con los brazos llenos de regalos.

            —Mira, allí viene— gritó y señaló la puerta donde el jefe vino tan serio como un ministro. Su emoción fue preocupante y todavía más cuando me di cuenta de que sus gritos eran similares a aquellos que produce cuando llega al orgasmo. ¿Sería el afecto de los perros de Pavlos? me pregunté. El científico ruso tenía sus perros encarcelados y antes de darles de comer encendió una luz roja. Al final no había que hacer más que encender aquella luz para que ellos salivaran; tanto la habían vinculado a la comida que les hizo el mismo efecto. ¿Será que el jefe ese, de la misma manera, esté tan asociado al orgasmo de Helena? Me pregunté y no quise saber la respuesta porque siempre hay que mantener la esperanza viva.

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