Capítulo cuatro
Me había escapado en mis pensamientos y
creo que ni se dieron cuenta de mi presencia. Lo positivo fue que empezaron a
hablar con la soltura que les causa la ausencia masculina.
—Tías,
me voy a operar ―dijo Penélope—. Me voy a agrandar las tetas.
—Pues,
claro, si te hace sentirte mejor hazlo —dijo Helena.
—No,
también creo que le gustaría a Poli. No me ha dicho nada, pero sé que le gustan
las tetas. Es que todas sus ex eran tetonas.
—¡Cucha!
¿Porque no le enseñas la puerta, mujer? —dijo Alicia indignada—. No se quiere
casar, no quiere compromisos, no quiere niños y ahora tú le quieres apremiar la
cobardía con nuevas tetas. ¡Anda ya!
Penélope
no se sintió ofendida, fue como que esperaba algo así de su amiga.
—Mira
Alicia, aunque no te guste Poli no te da ningún derecho a hablar así de nuestra
relación. Él es como es, pero yo creo en lo nuestro y como tú eres mi amiga lo
tendrías que respetar.
—Soy
tu amiga y justo por eso hablo así.
—No
es lo que necesito ahora.
—No,
claro, todos tienen el derecho de estar infelices, yo no te hago pensar más.
—Y
tú, tan enterada e inteligente, ¿por qué estás tan infeliz? ¿para qué sirve
tanto pensar si no te hace feliz?
—¿Infeliz?
¿Crees que soy infeliz porque estoy sola? ¿Crees que nada puede traer felicidad
a una mujer si no tiene un pene colgado entre las piernas?
Alicia
la observaba con una mirada de condena. Helena decía algo para intentar traer
más paz y tranquilidad al convite, que ya había sido bastante robusto. Sin
embargo, Penélope parecía no ofenderse por la fuerte actuación de su amiga y
hasta se reía.
—Mira,
no dejas de quejarte de las cosas, desde que vinimos no has dicho ni una
palabra positiva. No me digas que te estás muriendo la alegría, por favor.
—Pues,
te digo que si no estoy feliz no es por culpa de falta de hombres porque los
tengo donde quiero.
—¡Eso
es! —dijo Penélope que se defendía con más agilidad—. Bueno, los llevas en el
bolsillo, a lo mejor.
—En
la cama —dijo Alicia sin titubear —. No me hacen ninguna gracia en otros
lugares, antes no me importaba salir a tomar cervezas primeramente al sexo pero
ya no. Es que son muy cobardes, uno necesitaba dos tranquilizantes antes de
quedar conmigo. Otros hablan de tonterías y creen que te pueden poseer como su
coche. Ni hablar, en la cama y cuando terminamos ¡puerta! No les soporto cuando
abren la boca.
Helena
y Penélope se miraban mutualmente, asombradas.
—¿No
te gustaría compartir tu vida con alguien? ¿Tener hijos y familia?
—Pues,
si se presenta alguien que valga la pena entonces sí pero no lo veo. No creo
que haya hombres que te pueden considerar un alma humana y no una perra que
pueden sacar a pasear cuando se les antoja, ensañar a sus amigos y familia como
a su coche, llenarte con sus tonterías como si fueses el disco duro de su
ordenador e imponerte sus requisitos como si fueses su empleada.
—Y
¿el sexo? —preguntó Penélope —¿eso tampoco te importa?
—Lo
tengo —dijo decidida y todos se quedaron callados un incómodo rato.
—He
leído solo una noticia las últimas semanas que me ha alegrado —dije y las
chicas me miraban como si hubiera caído del cielo—. Y eso fue que la mujer de
Donald Trump no comparte la cama con él. Fue un alivio. Sufro cuando veo una
mujer tan guapa con un hombre así, lo veo como pegado. Siento como que los
dioses son injustos.
—Más
tendrías que sufrir por lo que dice Alicia sobre vosotros, los hombres ―dijo
Penélope.
—No
me concierne lo que dice. Ella está hablando de los solteros de por aquí, estos
que quedan en el mercado.
—A
mí me parece que vosotros dos —dijo Penélope haciendo ademanes para indicar que
estaba hablando sobre Alicia y yo —habéis decido sufrir por el mundo para
olvidaros de vuestro propio sufrimiento.
―No
es así ―respondió Alicia ―vivimos en una sociedad…
Pero ahí tuvo la crítica social que
ceder a la erótica porque Helena empezó a gritar como una chiquitaja que ve a
los Reyes Magos aparecer con los brazos llenos de regalos.
—Mira,
allí viene— gritó y señaló la puerta donde el jefe vino tan serio como un
ministro. Su emoción fue preocupante y todavía más cuando me di cuenta de que
sus gritos eran similares a aquellos que produce cuando llega al orgasmo.
¿Sería el afecto de los perros de Pavlos? me pregunté. El científico ruso tenía
sus perros encarcelados y antes de darles de comer encendió una luz roja. Al
final no había que hacer más que encender aquella luz para que ellos salivaran;
tanto la habían vinculado a la comida que les hizo el mismo efecto. ¿Será que
el jefe ese, de la misma manera, esté tan asociado al orgasmo de Helena? Me
pregunté y no quise saber la respuesta porque siempre hay que mantener la
esperanza viva.
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