Quijotes desde el balcón

martes, 30 de noviembre de 2010

DIARIO DE UN UNIVERSITARIO (II)




Cinco míseros minutos pueden significar cien sonrisas y cien alegrías. Después de casi ocho horas despierto, salir cinco minutos antes puede dar la vida a esas cien personas. Menos colas para coger el bus, menos agobios dentro del bus, antes llegará el bus…

Ahora llega la gran odisea: la hora de comer. ¿Por qué Dios no le habrá dado a los universitarios el don del ser un buen ‘cocinitas’? Él, siempre que volvía al pueblo, rogaba que sus padres tuvieran comida de sobra para poder comer bien durante toda la semana. Todos los viernes y domingos en la maleta, tuppers pa’rriba, tuppers pa’bajo… Qué mareo tendrían ya los tuppers (además heredados) después de tantos años…

Menos mal que los Italianos idearon menús sencillos. ¿Qué hubieran hecho universitarios como él sin idea de cocinar? Menús como pasta con tomate, pizzas o lasañas ya están en el menú de todos los estudiantes fuera de casa, que ya los han asumido como suyos, como su especialidad. La gran mayoría también es especialista en las papas fritas con huevos, pero él no se hacía de eso, no le gustaba desayunar y almorzar lo mismo dos veces al día…

¿Decíamos que la odisea era hacer la comida? ¡Dios, no se había acordado! Al llegar a la cocina él se asusta, no sabe cómo pero siempre pasa igual… ¡Menudo cerro de platos que hay para lavar! Para él, la gran odisea no era hacer la comida… ¡siempre era fregar los platos!

jueves, 25 de noviembre de 2010

DIARIO DE UN UNIVERSITARIO ( 1ª parte)



DIARIO DE UN UNIVERSITARIO (I)


Comenzaban a entrar los primeros rayos del sol entre las rajitas de la persiana cuando sonaba el despertador. Él ya estaba despierto. Diecisiete años con la misma rutina, un día tras otro, ya le habían conferido ese hábito.

Afeitarse, ducharse tras haber salido a correr por un rato eran tareas obligadas todas las mañanas, seguidas de unas tostadas o un sándwich para poder hacer algo más llevadera el hambre matutina.

Ocho punto treinta, Hora 0 del día, comienzan las clases. El tiempo ha ido restando elementos a la mañana. Antes había colas para entrar, timbre para avisar o el ‘profe’ parar organizar. Ahora está la responsabilidad a cargo de cada uno, si quieres vienes, sino te pierdes.

Seis horas en la mañana que tienen un ciclo cambiante de ánimos. Primera estación, el sueño. Dos horitas en las que no puede sacar ni una palabra al compañero, que lucha una batalla interna contra el sopor mañanero. Uff, menos mal, las 10,30 de la mañana, hora del desayuno. Corren ríos de sangre por un pequeño hueco en la barra para pedir. Cafés, tostadas, bocatas… Por pedir, se piden hasta “leches”… Él no, su madre le ha dicho siempre que él era especial, y él ya se lo ha creído… Más chulo que un ocho se pide su ración de papas con huevos y filetes de ternera, “que anoche no cené” les explica a sus amigos.

El trasiego ya les ha despertado a todos, pero sólo hasta la una, hora de la cerveza que nunca se pueden tomar. Los ánimos bajan, el sopor sube: el ciclo se ha cerrado.

To be continued…

ENHORABUENA

A Ana María Matute



Aparte del gran defecto que suponía ser ogresa, la Reina Selva disfrutaba de otro, tan grande y feroz como aquel: la soberbia. De modo que, anteponiéndose incluso a su gula y a sus instintos carnívoros, la soberbia y la humillación de haber sido engañada le ofuscaron de tal modo el entendimiento que estuvo casi a punto de ahogarse en su propia ira.

(fragmento de El Verdadero Final de la Bella Durmiente -1995-, 3ª parte -La Madre y los Niños)

domingo, 21 de noviembre de 2010

La Calle de los Extraños

Cada vez que salgo de casa y miro hacia la calle la veo en el balcón. Es una anciana huesuda, de cabellos blancos hirsutos, llena de arrugas, de ojos pequeños y profundos. Siempre está ahí. Haga sol o llueva, haga frío o calor. Sentada en su silla, de aquellas antiguas de "escay", envuelta en una "toquilla" grisácea de lana. Nunca dice nada ni manifiesta expresión alguna, ya fuera de sorpresa o desasosiego, de alegría o melancolía. Simplemente está ahí viendo pasar el tiempo, como decia aquella canción de Victor Manuel y Ana Belén, refiriéndose a la Puerta de Alcalá. Bajo la calle pensado en como habría sido su vida y como ha llegado hasta ahí. Si está enferma, o sus familiares la han relegado a ese espacio, a esa especie de segundo plano, para que no estorbe y no moleste. Supongo que entrará para satisfacer sus necesidades básicas, como todo hijo de vecino. Pero el caso es que nunca vi a nadie asomarse, ni a  ella levantarse del sillón. Hay algo atemporal en esta situación, me digo a mi mismo, mientras la anciana rúmia para si sus pensamientos desde arriba mirándome...
Hay extraños que parecen vecinos y otros vecinos que parecen extraños. Antes se tomaba el fresco en las puertas de las casas y se charlaba en los veranos tórridos. Mientras tanto los niños nos alegrábamos porque así podiamos disfrutar de unas pocas horas más de juegos, con nocturnidad y alevosía. Podias estar un poco más con aquella vecinilla que te gustaba, antes de que la voz azorada de su madre la llamasé al cubíl familiar.  Jugar en la calle de noche tenía su misterio.  Aún recuerdo yo aquellos años felices; tendría 7 u 8 años cuando una tarde al salir del colegio tuve que ir a casa de un amigo para hacer unos deberes que eran cosa de dos, llámense aquellos trabajos compartidos de principios de curso. Al regresar a casa, no serían más de las nueve pero era invierno, ya habia anochecido. Caminabas despacio y en silencio. Había algo de mágico y misterioso en aquellas calles húmedas y casi vacias, vistas de noche. Años despues, yo me marchaba a la Universidad y me pasaría algo similar cuando me tropecé por vez primera con el neón de la ciudad. Brillaba como nunca había imaginado y yo andaba como extasiado de un lado para otro por las aceras mirando escaparates y la gente pasaba rauda de largo. Sus rostros se asemejaban al de la anciana del balcón difuminandose, indescriptiblemente  en aquella larga "calle de los extraños".

lunes, 15 de noviembre de 2010

LENGUA DE GUSANO




Él le acercó los tacos rojos y amarillos de madera de uno de los mecanos que andaban siempre desparramados por todo la alfombra verde de su primera guardería, ella giró la cabeza muy despacio abrió bien los ojos y le dedico una sincera sonrisa de aprobación perpetua. Desde ese día, él siempre cuidaría de ella. Al tercer día de guardería, la maestra ya les había comunicado a las madres que era muy llamativo y sorprendente el sentimiento de apego y protección que Pablito había desarrollado hacía con Ana, la rubita más extrovertida de su grupo de preescolares.
Las madres siempre les permitieron jugar juntos y ya eran inseparables. Tenían su rinconcito en la habitación azul cielo de la guardería, su pequeña nube, por encima de ese parquet color esperanza. Se paraba el tiempo, hacía sus pequeñas mini-ciudades con los tacos más coloridos del amplio surtido del que disponían, y ellos quedaban siempre dentro de la construcción; como si ya conocieran su propio destino y asumieran que serían el uno para el otro y el mundo fluiría alrededor de ellos.

Entraron en los primeros años de Enseñanza Primaria, sentados juntos, leyendo uno tras otro, encubriendo el uno al otro, mismos deberes, mismos resultados, mismos amigos (ninguno, eran ellos dos viendo como el resto de cosas simplemente "existían"). Los padres de ambos, que sin más remedio, ya se habían hecho muy amigos, comenzaron a preocuparse del apego supremo del uno para con la otra y viceversa. Ella era algo más volátil, tan solo una pizca insignificante, y pillaba las cosas un par de segundos más tarde que él, pero eso nunca importó puesto que Pablito le explicaba luego las cosas a su manera, de forma que Ana las comprendiera perfectamente. Eran uno, siendo dos. Los psicólogos del colegio, cada 15 días o menos, se reunían con ellos dos, ya que por separado no habían tenido narices de que hablaran el uno sobre el otro, y los bombardeaban a preguntas insignificantes para ellos, y a test que ya se les repetían y hacían como un juego de velocidad. Pero ni un especialista que vino de la capital de provincia, acertó con un diagnostico comprensible sobre el por qué de tan increíble vinculo, por encima del propio vinculo que une a dos hermanos gemelos.

Para las propias familias, lo que siempre había sido como algo bonito y un ejemplo de amistad y respeto, comenzó a convertirse en un pequeño problema a la hora de planear vacaciones, fines de semana y otros compromisos sociales que implicaran separar más de un día (incluso unas horas) a Pablito (Pablo ya) y a Ana. Separarlos era también sufrir ellos al ver que Ana, se quedaba quieta todo el día, medio llorosa con la piel blanca enfermiza y mirando un cuaderno de dibujos y anotaciones que siempre se intercambiaba con Pablo, y éste hacía lo mismo con el cuaderno de ella, dibujos, y juegos de palabras, así las compararían una vez de nuevo juntos y se reirían de su increíble afinidad.

Llegaron a los 13 años y la inseparabilidad e instinto de protección del uno para con la otra y viceversa comenzó a ser ya algo "peligroso". No había quien le dijera una palabra bonita o se le acercará más de la cuenta a Ana, sin que Pablo no estuviera ya con la mirada torcida acechando, y lo mismo le ocurría a Ana, o incluso más, ya que en su clase de segundo de ESO había más niñas que niños, y Pablo era ya un jovencito de pelo marrón y ojos verde azulados muy guapo.

Estaban llegando ya a finales de mayo del que sería su último curso en aquel colegio, pues los dos habían decidido acabar la secundaria en un instituto mayor, el viejo instituto de siempre del pueblo, cuando al salir de la clase, por el pasillo que daba a la fachada principal del colegio, Pablo notó que Ana no iba a su lado, miró hacía atrás y vio como Juan Carlos Pérez, el delegado de su clase, tenía cogida por la palma de la mano a Ana, e intentó darle un fugaz beso. Pablo retrocedió dos pasos, apartó de un empujón a Juan Carlos y cogió del brazo a Ana, que estaba aún un poco ruborizada y sorprendida por el arrebato del delegado de clase, ya que éste, nunca había tenido ningún tipo de acercamiento anterior hacia con ella (tal vez sabedor del fuerte inexpugnable que Pablo y Ana se habían construido con el paso de los años).

Pablo estaba tocándole las puntas del pelo a Ana, cosa que hacía últimamente mucho cuando los dos se quedaban en silencio durante unos minutos. Los dos estaban esperando junto al municipal que paraba el tráfico para que los colegiales pasaran sin peligro a la hora punta de salida del colegio, y Pablo miraba continuamente hacía atrás como esperando a alguien. Y, efectivamente, llegó de nuevo Juan Carlos, algo cabreado, para pedirle explicaciones a su agresor por el airado empujón de antes. Y Pablo, esperando a que se acercase y casi sin pensarlo, cogió del brazo a Juan Carlos y lo lanzó a la carretera justo cuando una furgoneta estaba empezando a frenar en la cola del paso de peatones. El golpe con la furgoneta no fue mortal pero, desafortunadamente, el impacto de la cabeza de Juan Carlos contra el suelo fue fulminante. Dio como dos pequeños retemblidos y ya quedó muerto tumbado en mitad del paso de peatones, con los consiguientes gritos de alumnos, madres y todo el que por aquella concurrida acera pasaba. La ambulancia tardó poco en llegar, pero fue todo un viaje en vano, aquel inocente delegado de clase llevaba ya varios minutos muerto.

Habían pasado ya dos años desde que el juzgado de menores decidió internar a Pablito en un centro psiquiatrico. Los padres de éste vendieron unas tierras que tenían heredadas para pagar la indemnización impuesta por el juez a la familia de Juan Carlos y a Ana la siguió educando una psicóloga especialista, la cual iba todos los días 4 horas para seguir formándola en sus asignaturas habituales y tratar de sacarla del pozo en el que nadaba día tras día tras lo sucedido y su consecuente alejamiento de su alma gemela.

Una mañana de diciembre, aún sin salir el sol, sonó el teléfono en casa de los padres de Pablo, la madre extrañada por la hora de la llamada corrió en ropa interior por el pasillo hacía la cocina, sabedora por eso de "la intuición materna" de que algo pasaba con su hijo. Efectivamente, Pablo no había amanecido esa mañana en su habitación del centro psiquiatrico. Todos los cuidadores e incluso el director del centro habían estado buscando a Pablo, sin fortuna, antes de llamar a sus padres. Éstos llegaron al centro en unos 45 minutos, y la guardia civil ya estaba allí con un equipo especial de rastreo y con perros adiestrados. Era un centro privado con internos de familiares de gran potencial económico y peso político, así que no podían permitir que la noticia trascendiera demasiado.
Pasaron los días y Pablo nunca apareció. A Ana, por supuesto, no le dijeron nada, es más, hacía tiempo que le habían dejado de hablar de Pablo, por más que esta lo recordaba todos los días y le hacía preguntas a la psicóloga sobre su paradero. Aunque si que, tras la, supuesta fuga, de Pablo del centro psiquiatrico, habían incrementado la vigilancia por el barrio de la casa de Ana, creyendo que Pablo, acudiría a encontrarse con la otra mitad de su personalidad.

Dos largos y fríos años pasaron para la familia de Pablo desde que este desapareció, y angustiosos fueron también para la familia de Ana, pensando que Pablo pudiera venir algún día a buscarla, sabedores de que ella se iría con él encantada. Cuando una mañana, en la gran noguera que adornaba el fondo de la parte trasera de la gran casa de Ana, ésta vio lo que al principio creyó que era un mono, y, al contrario que cualquier reacción de cualquier niña normal de su edad ante aquel repentino encontronazo totalmente atípico, Ana cogió la escalera que había tirada al fondo del jardín, y con total entereza subió y cogió a aquel extraño animal (en seguida comprendió que no era un mono) entre sus brazos, y se sentó tranquilamente en el jardín, sobre el cesped, a jugar con el.
La madre de Ana salió corriendo desde la cocina con un cepillo en la mano, dispuesta a echar a golpes a aquel extraño animal que estaba junto a su hija, pero Ana lo cogió rapidamente entre sus brazos y lo protegió con su cuerpo. No hubo manera de desprenderla de aquel "lo que fuera".
Al llegar el padre de Ana, tan rápido como pudo tras la llamada escandalizadora de su mujer, vio a ésta medio llorando en la cocina, y a su hijita del alma, jugando tranquilamente y medio conversando con una especie de osito hocicudo. Salió al encuentro su hija y le preguntó que donde había salido aquel animal, a lo que esta contestó con total templanza:- "Es Pablo, ha vuelto para nunca dejar de cuidarme"-. Las palabras, y la serenidad con las que su hija las dijo, dejaron pasmado al padre de ésta, quien cogió una silla y se sentó junto a ella, viendo como su hija de nuevo volvía a sonreír, le brillaba de nuevo la cara y los ojos de felicidad, y bromeaba enseñándole una gorda libreta llena de frases y dibujos que había ido escribiendo durante todo este tiempo, en ausencia de su gran Pablo.
La cosa no fue a más. Una vez calmada la mujer, llevaron el animal, sin separarlo de Ana, por supuesto al veterinario, determinando éste que, efectivamente era un vermilinguo (conocido vulgarmente como oso hormiguero) naturales de Sudamérica y de América central. Pero que estaba extrañamente cuidado a la perfección, limpio y domesticado.
El padre de Ana, que trabajaba en una gestoría, hizo varias llamadas a gente que, según el, le debían favores y consiguió papeles legales para la nueva y "milagrosa" mascota de su hija.
A partir de entonces, todo fue mucho más rápido. El aprendizaje de Ana, recobró su ritmo vital y fresco, su dinamismo, alegría, crecimiento e ilusión por la vida de nuevo contagiaron a todos los que la rodeaban, y por fin Ana y Pablo, crecieron juntos e inseparables de nuevo.


(¡Gracias)










viernes, 12 de noviembre de 2010

Black Luck

El gato negro giro una vez más sobre sus patas enroscando su cuerpo menudo y brillante sobre el vetusto techó de lona que una vez perteneció a un Citröen 2CV azúl, ahora corroído por la interperie. Se estiró al sol del mediodía y maulló al aire un par de veces, se lamió y relamió las patas y continuó  mirándome fijamente mientras yo caminaba cabizbajo hacia el bar de la esquina. Soy un tipo de costumbres sencillas, leo los periódicos del día mientras tomo una cerveza. Charlo del tiempo y de cosas banales. De Mourinho y del desempleo. De los días "torcidos felices", como decía un amigo mio, con acertada expresión, mientras consumo la cerveza y paso las páginas en silencio. Son las dos de una tarde soleada y fresca de noviembre y los parroquianos se agolpan a esta hora en la barra, pidiendo, entres voces y risotadas.
El gato negro busca mi mirada tras los cristales del local. Quizás tenga hambre, pienso. Con esta crisis, hasta para un gato es difícil buscárselas. Sigo leyendo. Malas noticias. Accidentes de tráfico. Puentes de fin de semana. Sube la mendicidad en la localidad...Al fondo se adivina entre el gentío el vendedor de Cupónes, un muchacho bonachón que, sonriente como de costumbre, entraba a esta hora en el bar abarrotado: ¡...Dame el cero!,!...a mi el tres!...!..Yo quiero para el viernes!.El tipo que tengo delante compra unos boletos, paga rápido y se marcha. El gato da un hábil salto y grácil, desaparece de mi vista. Veo al hombre que acaba de salir que cruza a la acera de enfrente. Casi tropieza con el gato, que, a sus pies, se roza con un sutil ronroneo. El hombre se coloca la chaqueta apresuradamente y se marcha calle abajo. 
Apuro lo que queda de caña, pago y salgo también. El aíre era fresco y suave. No sabía si volver a casa o tomar  la "penúltima" que se dice en el argot de los tabernáculos. Decidí lo último. Tal vez me viniera bien un paseo hasta el otro lado del pueblo. Me gusta subir al casco antiguo de vez en cuando y mirar los viejos edificios mientras pienso quien los habitaría ahora. Estaba volviendo la esquina distraído, pensando en mis cosas, cuando pisé algo blando, suave."Puñetas...!, pense, !ya he pisado una...! Era el gato. Aquel gato negro y brillante del techo de lona. Parecia extraño, pero al pisarle el rabo no emitió sonido alguno. Ni tampoco se había largado poniendo los pies en "polvorosa". Siguió allí, rozándose conmigo y ronroneando. Me agaché para comprobar si le había hecho daño, pues el pisotón parecía mayúsculo. No tenía nada. No me había percatado de que parecía sujetar algo en la boca, que acercaba insistentemente a la pernera de mi pantalón. Parecía un papel doblado, que cogí y lo guardé sin darme cuenta en el bolsillo junto con las llaves que en ese momento se me deslizaban al suelo. Me incorporé al ver que el gato estaba bien y sin darle mas importancia y continué hacia el bar. Me extrañé un poco. ¿Como había llegado el gato hasta allí antes que yo?No tenia sentido, pero bueno, puede que...no!, que va...anda ya!...Volví la cabeza. Ni rastro del gato. ¿Ves?. me dije, ¡puede que fuera otro gato, pero aquellos ojos....no se!.. Sin darle mas vueltas me metí en el bar de al lado y pedi mi caña habitual.
La jornada de bares se extendió más de la cuenta y sin saber como eran casi las nueve.Parece que había perdido la noción del tiempo, charlando con unos y con otros y bebiendo. Tenía un leve dolor de cabeza. Salí y respiré un poco. Fuera hacía frió. Tenía ganas de irme a casa, pero una extraña sensación me invadía. Caminé calle abajo de nuevo cabizbajo rumiando mis pensamientos. Tropecé apabulladamente con un mendigo que en esos instantes doblaba la esquina. Le pedí disculpas y metí la mano en mi bolsillo rebuscando unas monedas, que salieron rebotando hasta el suelo, entremezcladas con un papel doblado. Las cogí como pude, se las dí al mendigo, y continúe acera abajo hacia casa. El mendigo quedó atrás musitándo algo parecido a un "gracias señor" mientras algo captaba su atención. En la televisión de un escaparate cercano, unas bolitas verdes rebotaban incesantemente en un gran bombo metálico, mientras una chica rubia, resultona y algo metida en carnes, las extraía lentamente, como si de un extraño ritual se tratase. Con una voz jovial y un tanto falsa cantó el resultado de las bolitas verdes: 8...1....8....5...0, serie 0...1... NUEVE MILLONES DE EUROS, al cupón y a la serie...!...
Asomaba ya por la esquina de mi calle. Las piernas me pesaban tanto como la cabeza. El bar de la esquina seguía abarrotado como al medio día, pero no podía distinguir las caras tras los cristales. Solo quería echarme un rato. Continué hacia mi casa. Un gato negro me miró fijamente desde el techo de lona de un vetusto Citröen 2CV. No estoy seguro. Pero, al mirarlo por el rabillo del ojo, la expresión de su cara parecía sonriente... 

lunes, 8 de noviembre de 2010

27/11



- ¿Azúcar o sacarina?
- Azúcar... nada más.
Restorm no tuvo más diálogo con el camarero. Era su bar y su hora habituales, las cinco de la tarde. Pero nunca llegó a intimar con los dueños o con otros clientes. Echó un vistazo a su alrededor, como si de verdad le importase quién o quién no pudiera haber, dejó su chaqueta en la mesa y se sentó.
Un hombre ocupó una mesa junto a la suya. Al hacerlo, alertó a Restorm sobre el pequeño paquete que había caído de su bolsillo y amablemente se lo acercó. Restorm agradeció con frialdad la amabilidad del desconocido, que ocupó su lugar.
La tarde casi era tan gris como el semblante de Restorm. Las primeras luces habían empezado a encenderse en la calle y el viento bramaba en las esquinas, haciendo que la gente caminase como si fueran fantasmas, escondidos entre su ropa luchando contra la humedad de los Muelles en otoño.
Los ojos de Restorm se mantenían abiertos, dándole aspecto de espantado. Repasaba una y otra vez la orden que Carpenter le había hecho llegar minutos antes junto con el paquete:
- Actúa rápido, en silencio y no dejes rastro. Una vez hecho yo ya no podré hacer nada si hay fallo.
Al pensar en aquellas palabras, Restorm repasó la nota que le había hecho llegar su confidente. Sin querer, deslizó su mano derecha por su costado y comprobó que el revólver estaba en su sitio, esperando también su momento; su minuto de gloria. Abrió entonces, justo en el momento ordenado, el paquete que su vecino de mesa había rescatado del suelo minutos antes. En su interior estaban los billetes que sumaban la cantidad convenida y la fotografía del hombre cuya última visita sería la suya. Tomó un sorbo de café mientras sus ojos, más abiertos y dramáticos si cabe, examinaron la imagen. Aspiró profundamente y anotó la fecha por detrás: 26 de noviembre.
Restorm sacó uno de los billetes y con él fue hacia el mostrador. Pagó y solicitó cambio para sacar una cajetilla de cigarros de la máquina. Tras pensar un instante optó por rubio americano, el de siempre, y sacó un pitillo, que se colocó en la boca, casi colgando del labio inferior. Rebuscó por todos sus bolsillos y no halló el encendedor. Al pasar junto al tipo de la mesa de al lado le dirigió la palabra.
- Perdone amigo ¿tiene lumbre? -a lo que el desconocido respondió:
- Claro, tenga -acercando su encendedor.
- ¿Quiere uno? -interrogó Restorm.
El hombre alargó el brazo izquierdo para tomar un cigarrillo de los que Restorm le ofrecía, y justo en ese momento, con un hábil movimiento éste extrajo con la otra mano el revólver, lo situó debajo de la axila del desconocido y descargó a la velocidad del rayo dos disparos sobre el corazón del sorprendido desgraciado. Como si nada hubiera ocurrido, el desconocido cayó un poco hacia atrás, con los ojos abiertos. Su cuerpo había hecho de silenciador y apenas habían sonado los dos tiros que ya habían terminado con su vida. Restorm se sentó a su lado, le colocó el cigarrillo en la boca y lo prendió con su propio encendedor. Lo dejó junto a la copa casi vacía, y a su lado un billete para abonar la cuenta del tipo al que acabada de matar en aquel bar.
Salió con naturalidad y, ya en la calle, abrió el siguiente sobre en el que había el doble de dinero que en el primero. La foto esta vez le resultó muy familiar; era Carpenter. Notó la vibración de su teléfono móvil y entabló con su confidente la conversación de rigor:
- Si…dime, Carpenter.
- ¿Ha habido problema?
- ¿Lo hubo alguna vez?
- Esta vez era un pez gordo
- Bueno, ahora ya no lo parece tanto.
- Eres el mejor, Restorm… ¿cómo lo haces?
- Hablo poco y observo mucho.
- Seguro que con el próximo te podrás retirar.
- Seguro que sí. Carpenter… ¿qué hay de ese café al que querías invitarme?
El confidente se quedó callado, y Restorm le volvió a insistir:
- Tenías mucho interés.
- Bueno, sí. Dicen por aquí que alguien de la organización puede caer pronto y quería alertarte.
- Estaré mañana en un bar que hay al final del Callejón de los Muelles. Ven a las cinco. Me gusta tomar el café a esa hora, sólo y con azúcar… nada más.

Restorm colgó, dio la vuelta a la fotografía y anotó la fecha del día siguiente: 27 de noviembre. Anduvo unos 10 pasos y se perdió entre la niebla y la oscuridad de la ya casi cerrada noche.

martes, 2 de noviembre de 2010

III Encuentro Café y Letras



Con motivo del Día de todos los Santos (1 de noviembre) y el Día de Difuntos (2 de noviembre), los miembros del blog decidimos preparar una sesión de relatos y poemas de terror.
He aquí el resultado (adjunto algunas de las obras famosas que se recitaron y algunas fotografías tomadas del encuentro en cuestión):



(Alfredo Luque, Rocio Mesa y Raúl Góngora)
(Paloma Galindo)



(Leído por Enrique Hinojosa)



















(Simón García)
















(Sandra Quero)


MUERTAS DESPIERTAS

¡Viento! levántate y empuja

que viene el día de los muertos

desde mi cementerio espero

que en tropel vengan a vernos.

Averno, en donde expando mi reino

levanto conjuros de invierno

si osan acercarse les despeino.


Nosotras, frías diosas de mármol

solas, sucias y vacías siempre estamos

que viene el día de las muertas

y las conciencias despiertan.

Nosotras frías, negras y blancas

momias vacías esperando a la diosa máma

Alejaos arpías, de esta montaña

mía que en soledad se mantenía.

Lejos queda ya la vida

pues en las faldas de mi monte

un pueblo suicida se esconde.

¿De dónde viene la culpa?

¿De dónde?

¿No es acaso en la muerte la

vergüenza lo que se esconde?

¡Viento! ¡Levántate y empuja!

Que viene el día de las muertas

desde mi cima quiero ver cómo

las conciencias despiertan.

Sandra Quero Alba





Y concluyó la lectura con una gran interpretación, de nuestro colaborador habitual y amigo Antonio Vázquez, del clásico de Edgar Allan Poe "EL CUERVO"














(Antonio Vázquez)



¡Muchas Gracias a todos!


lunes, 1 de noviembre de 2010

Relatos de Terror y Ciencia Ficción

Os espero a todos esta tarde en Casablanca,disfrutando de lo mejor, en suspense y terror, de Poe y Becquer y otros, en compañía de los compañeros de siempre del blog de relatos cortos.

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